El narrador comienza a contar una historia, una historia algo loca y divertida, un poco esperpéntica, y de repente él mismo forma parte de ella, como en esas viejas películas en tecnicolor en las que las personas se mezclaban con dibujos animados. Bigott es un cuentacuentos para adultos, un trovador cuya imaginación es tan grande que se sale de la realidad cada dos por tres, cada vez más inclinado hacia el optimismo y a una alegría de vivir de la que es imposible no participar. No le hacen falta tiempos rápidos ni gags sonoros para ello; incluso en las piezas más calmadas, sonríes. Y te ríes. ¡Ja ji ju! Tal cual.
A veces recuerda a Jonathan Richman, un romántico bonachón que canta para enamorar; otras, es como Eugenio, contando chistes graciosísimos completamente serio. Adorable, en cualquier caso. Excéntrico siempre, aunque ya definitivamente alejado de ese empeño de psicodelia bohemia de su primer disco. Sí ha mantenido su gusto por el sonido norteamericano y por el pop de los años sesenta y setenta, que en este quinto álbum cuaja en canciones maravillosas, frescas como besos robados, arregladas con chispa y un montón de referencias. Y la portada mola un montón. Y el título es impagable. Y canta con esas erres soviéticas, suenan los vientos y el organillo y los coros. Y empieza: “I got a Bonnie & Clyde / dancing in my rrroom”. Y, de verdad, esto es demasiado.