En la década que ha pasado desde su último disco enteramente disfrutable, “Vespertine” (2001), la abeja reina del pop de vanguardia ha proyectado quiméricas excursiones sónicas. Los delirios experimentales de “Medúlla” (2004) y “Volta” (2007) han obligado a sus fans a armarse de paciencia. Más de uno necesita pensar que “Biophilia” es una vuelta al redil. Pero no, Björk padece la misma enfermedad que Massive Attack: intenta suplir su falta de apetito melódico con ingenios tecnológicos, colaboradores de medio mundo, instrumentos inventados, patrones rítmicos inimaginados y miles de horas de estudio. Está tan más allá que grabar un disco normal le parece una ofensa. Es una opción, pero sus costosísimas producciones no disimulan su agotamiento compositivo. Yo la imagino planeando a destajo, exprimiendo su agenda de obreros programadores (Damian Taylor, 16bit, El Guincho, Matthew Herbert, Mark Bell), perdiendo el culo por la última tecnología... Y, al final, cuando toca añadir una letra y una melodía de voz, la islandesa, rendida de agotamiento, se queda frita delante del micrófono.
En “Biophilia”, desigual y caprichoso, con sus minutos interesantes y sus pasajes insufribles, desembocan todos los tics de Björk: ese culto a la última tecnología, ese modo de espabilar las canciones con impulsivos chutes de ritmo, ese deambular por la base instrumental esperando que algo inspire su voz, esa falta de olfato para la melodía... “Homogenic” (1997) y “Vespertine” también eran ambiciosos, pero tenían consistencia y atractivo. Aquí, vuelve a pasearse durante más de una hora, extraviando gorgoritos de canto gregoriano digital, dilatando partituras con aspecto de banda sonora para una escena de intriga que nunca llegará al clímax, tejiendo texturas, tirando cables multidisciplinares, teorizando, adornando... Y, al final, entregando otro cancionero sin un single verdaderamente cautivador. Lo siento, pero yo la veo más despistada que avanzada.