¿Habrá sido el ojo de Björk, la mano larga de Kevin Martin o el haber fichado por Epic? En cualquier caso, la mecha está prendida: Death Grips explotarán en cualquier momento y con los restos de metralla se alimentarán varias generaciones de díscolos por venir. Pilotando el aparato, Zach Hill, quien después de tanta gimnasia rítmica barata acaba de dar en la diana al juntarse con Flatlander y MC Ride, un imponente voceador al que resulta más fácil echarle filias que calzarle una camiseta. Como Suicide, Public Enemy o Throbbing Gristle, Death Grips son caballo ganador por el mero hecho de jugar con el miedo, la agresión, la saturación sensorial y, más importante todavía, por mirar hacia adelante con los pies bien anclados en el presente. Death Grips utilizan internet no solo para promocionarse –sus discos están colgados minutos después de masterizarse–, sino también como principal fuente de inspiración.
Según asegura Hill, el grupo erige su maraña de ruido informe a partir de material de desecho almacenado en iPhones, cámaras digitales y reproductores audiovisuales de todo tipo. Una jocosa capacidad de adaptación al medio –y en cierta manera, a la ruina– que los define hoy por hoy como el grupo político por excelencia y que les asegura una vida útil más larga que la media.
Musicalmente, resumiría su propuesta diciendo que casi nadie ahí fuera les hace sombra en cuanto al manejo de la aceleración. Y por si fuera poco, Death Grips tienen ganchos –que no estribillos– que se adhieren al cerebelo como los mejores hits de dancehall chicletero. ¿Pegas a su segundo disco? Alguna canción me sobra –cosa que no me pasaba en su debut, el acojonante “Exmilitary” (2011)– y la perorata de MC Ride a veces se vuelve un poco cansina. Un número más lento y sinuoso no les vendría mal... Dicho esto, ¿se le puede tener más ganas a un directo? Ugh.