Échenle la culpa al peso y a la gravedad de su historia familiar –que no recordaremos, sea dicho de paso–, pero el caso es que Elvis Perkins aún no parece haber accedido a la reputación o las atenciones propias de un compositor de su talla. El personaje –su linaje– roba los focos a un músico enorme. A ver si con “Elvis Perkins In Dearland” –el nombre del disco es el de su banda– podemos empezar a dejar de verlo como el hijo de quien ya saben ustedes y aprender a aplaudir su talento, que se antoja infinito.
Véase, si no, este segundo álbum, que junto al de M. Ward parece la mejor muestra de songwriting folk-rock en lo que llevamos de 2009; un disco sanguíneo, poderoso e intenso, en equilibrio constante entre la melancolía y la desesperación; con las mismas obsesiones tristes que “Ash Wednesday” (2007) pero también con la vista fija en un mañana que podría estar bien. La pérdida sigue ahí, como la muerte y el luto, pero ahora hay también una voluntad clara de sobrevivir a todo ello.
Ya se nota desde la inicial “Shampoo”, un número bluesy de pisotón y grito, de percusiones poderosas y cadencia vocal casi reggae, que parece referenciar en su letra a la leyenda folk John Jacob Niles: “Black is the color of a strangled rainbow / That's the color of my lung / Black is the color of my true love's arrow / That's the color of human blood”. O en la posterior y también impetuosa “Hey”, a caballo –nunca mejor dicho: el ritmo es de galope– entre Woody Guthrie y Roy Orbison; o en “Heard Your Voice In Dresden”, “Chains, Chains, Chains”... De una cumbre otoñal como “Hours Last Stand” mejor hablemos otro día. Quedémonos con que huir del abismo es posible. Él ya lo sabe.