África nos mira, sí, pero también tiene unas cuantas cosas que enseñarnos. Y entre ellas, ese diamante reluciente y luminoso que es Nakany Kanté, cantante de Guinea Conakry instalada en Sabadell que se ha convertido en emblema del afropop expatriado y en jovial y vitalista voz de esa música guineana capaz de mantenerse unida a sus raíces, a pesar de los más de cinco mil kilómetros que separan la provincia de Barcelona de la República de Guinea. Es más: en “Naka”, su segundo trabajo después de darse a conocer con “Saramaya” (2014), solo la aparición de Calima y Macaco en “Tougna” desplaza el eje del embrujo hacia el flamenco especiado y diluye ligeramente esa conjura de djembés, balafones, pellizcos de guitarra y ritmos arrebatados con la que Kanté entreteje esta delicia de música africana vibrante y reflexiva.
Porque, a pesar del impetuoso arranque de “Djoulou” y “N’torola”, del festín de voces y el traqueteo afrobeat de “Kitibana” o del perfil pop que se intuye en “Soukora”, “Naka” es un trabajo repleto de melancolías y angustias; de odios, rencores, desigualdades y muertes –en “Kanakasi” evoca la historia de su hermano pequeño, que se fue de Conakry asegurando que no volvería y una semana después ya había fallecido– ante los que la voz de Kanté se transforma en dique de contención. Es ella quien mantiene a raya los nubarrones, equilibrando penas y alegrías entre guiños al mbalax senegalés y el sonsorné guineano y bordando uno de los mejores discos africanos hechos aquí.