¿Cómo sobrevivir al hype con apenas 20 años y cuando tu álbum de debut amplía su radio de acción por encima de los límites soñados, Mercury Prize incluido? Cada cual reaccionará de una forma u otra a este dilema –que lo es: negar que el peso de la fama afecta al proceso creativo es de ingenuos o de locos–, pero Oliver Sim, Romy Madley Croft y Jamie Smith parece que lo han tenido claro: arrinconando presiones y cincelando un segundo largo que mueve ficha sin salirse de la casilla de ese sonido –melancólico, íntimo, nocturno, despojado– que los convirtió hace tres temporadas en los niños mimados de medio planeta ¿indie?
Curioso, lo de The xx. Curioso cómo unas músicas que tienen todos los números para quedarse acotadas en jardines de minorías encuentran un punto de fuga que riega cultivos lindantes con el mainstream. Y es curioso, repito, porque lo que ofrece el trío londinense no es precisamente la comida procesada que alimenta los canales de (des)información masiva. Su música parece creada para ser consumida entre la soledad de cuatro paredes, pero ahí la tienen: encabezando festivales multitudinarios; sus canciones parecen buscar la complicidad individual, el tú a tú, pero ahí están, aclamadas en comuniones masificadas. Un caso a estudiar, sin duda (como el de James Blake, por ejemplo).
“xx” (2009) se abría con una “Intro” instrumental, como queriendo desbrozar el camino a las voces. En “Coexist”, estas ya suenan apenas diez segundos después de pulsar el play. Ah, las voces: el gran activo, sin duda, de The xx. Romy y Oliver, juntos o por separado, actúan de chamanes para inocular el calor y el color a unas canciones que parecen hechas con el bisturí de un cirujano sin alma. Sin esas gargantas –cálidas, apasionadas en su aparente distanciamiento–, The xx sería un competente proveedor (otro) de bandas sonoras imaginarias para postales de ciudades posindustriales en decadencia. Vamos, que el tópico acecharía.