Fluorescente es un adjetivo muy ligado a la personalidad de Lorde y que deja entrever su desbordante optimismo posadolescente: para ella, las posibilidades son infinitas. La neozelandesa, de 20 años, también irradia un brillo de entusiasmo que contagia. En boca de otras divas, ciertas frases alentadoras que ya conocemos todos suenan a trámite protocolario; en la de ella, a honesta declaración. Resulta creíble, pues, su discurso de superación, de la chica incomprendida que escribe sus canciones hasta en el lavabo de casa para luego compartirlas con miles de almas.
En su esperado debut en Barcelona, el 9 de octubre en un Sant Jordi Club que rozó el lleno, también descubrimos a una Lorde descarada. Culminar el hilo musical previo al show con “Running Up That Hill” de Kate Bush, con quien se la compara, es temerario, ya no tanto por ser una canción difícil de superar, sino porque promete una extravagancia escénica que no termina de cumplir. En cambio, la producción es más bien austera: figuras de neón, sobria iluminación, un par de bailarinas de danza contemporánea, un antiguo televisor lanzando imágenes en los interludios y la palabra “Melodrama” coronando el escenario. Realmente no necesita mucho más, pues maneja un rutilante repertorio que no entiende de material de segunda y que apenas deja un segundo de respiro.
Importante también es que lo defienda manteniéndose fiel a su idiosincrasia: sobre el escenario nos creemos el papel de chica extraña de la clase que canta y baila ante el espejo como si nadie estuviese viéndola. En su porte hay algo desgarbado, desacomplejado y ciertamente natural que dinamita las barreras imaginarias con el público. Es algo raramente visto en estrellas de estadio y algo que aprovechar antes de que el mainstream arrebate definitivamente a tan esencial creadora de pop inteligente. 