Cuando las luces se apagaron, cuando un silencio casi sepulcral se extendió por la sala, cuando esa figura enjuta y delgada se sentó al piano en penumbras, cuando la amplificación nos permitió escuchar esa primera frase… “searching for diamonds in the sulphur mine”… un viejo deseo formulado casi diez años atrás se hizo real para mí; para aquel joven que vi sentado en un rincón con una vieja copia de “Chameleon In The Shadow Of The Night” (1973) esperando ser firmada; para Alberto, que vino de Zaragoza y no pudo contener las lágrimas; para Adolfo, que se cubrió la cabeza cuando al final del concierto sonó “Still Life”; y para las mil personas que aquella noche rozaron el delirio escuchando la música única, incomparable e irrepetible de un artista maldito.
He escrito en numerosas ocasiones sobre Peter Hammill y siempre me he quedado con la poca grata sensación de no haber sabido expresar lo que significaba para mí. Las palabras son migajas que caen del banquete del intelecto al igual que las hojas de papel –las metáforas son de Gibran– son árboles que abatimos para poder consignar de algún modo nuestro vacío interior. Tras verlo sé que nunca lo lograré.
Hammill es un poeta, un poeta que juega al juego de la desmitificación al intentar romper ese molde de maníaco depresivo en el que se ha visto confinado. Lo cierto es que la vida es una de sus manías favoritas y la muerte una de sus depresiones periódicas. Y con la vida y la muerte pinta cuadros que son canciones. “My Room”, una de las joyas de “Still Life”, abrió la noche. Después seguirían “Just Good Friends”, “Vision” y “Shell”. Solo él, con un piano y una guitarra acústica y su voz, LA VOZ, formidable, capaz de suscitar tibieza, pasión, tristeza, soledad, angustia. Una voz dispuesta a viajar desde el más frágil e imperceptible susurro hasta el más desgarrador y desolado lamento.
Aquella noche –sí, Mingus, lo dijiste bien–, grabada a fuego en nuestras almas de cristal, todos, o casi todos, aprobamos una asignatura pendiente. Aquello no era un concierto más, era-el-con-cier-to. Un largo bloque central, indescriptible, conformado por “Too Many Of My Yesterdays”, “Time Heals”, “The Comet, The Course, The Tail”, “If I Could”, “Time For A Change”, “Sign”, “Last Frame”, “Patient”, “The Future Now”, “Losing Faith In Words”, “Confidence” y “Stranger Still” –por orden de interpretación– condujeron a un final escalofriante con “Still Life”. Y la ciudadela reverberó con el eco de un centenar de voces ahora mudas.
Hammill se retiró para volver a salir. Nunca tan pocos aplaudieron tanto, de verdad. Tres bises sin precio completarían las dos horas de concierto. “Ophelia”, una de sus más bellas love songs; “Refugees”, en una inmaculada versión, y “Sleep Now”, una canción para las nuevas generaciones inspirada por sus dos hijas.
Memorable, creedme. Al salir caminamos casi en silencio. Creo que interiormente dábamos las gracias por haber vivido aquellos lejanos tiempos, por conocer a Hammill y por haberle visto en estos turbulentos días. Hammill ha sido el faro, el destello, la referencia. Si él está ahí, nosotros también. Julio Murillo