La Universidad de Columbia, ‘The Washington Post ‘, ‘The New York Times’ y la agencia Reuters han otorgado a Bob Dylan un premio Pulitzer honorífico “por su aportación a la música y cultura americanas”. El galardón llega después de reconocimientos como el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2007, y cuando su nombre sigue sonando cada año en las quinielas del Nobel literario. Inevitable pensar en Luis García Berlanga recogiendo Goyas por “Todos a la cárcel”. Flota en el ambiente la sensación de que igual va Dylan y se nos muere sin tener todos los premios del mundo. A este paso, no será raro que le nombren Reina de las Fiestas del Pilar.
Nada más lejos de mis intenciones que poner en duda su legado: no es cuestión de provocarle un infarto al escritor Benjamín Prado o de despertar las iras de los fanáticos que besan por donde pisa. Sería una estupidez, sobre todo teniendo en cuenta que sus últimas grabaciones andan lejos de mostrar a un músico en decadencia. No obstante, cuesta comulgar del todo con un personaje capaz de poner de acuerdo a Joaquín Sabina, Ray Loriga y Amaral. Un tipo que, empeñado en girar ininterrumpidamente, lleva varias temporadas ofreciendo conciertos cuestionables, asido al piano como si de una tabla de salvación se tratara. Un artista que recoge el fruto de un trabajo realizado cuarenta años atrás, cuando sus canciones fueron la hoja de ruta existencial de toda una generación.
Se ha hecho mucho hincapié en que es el primer músico de rock que recibe tales distinciones, y no está mal que se reconozca al rock en las instancias de la alta cultura, aunque nunca buscó esa legitimación, que tampoco necesita. Ya puestos, todavía es peor dar el título de Sir a Mick Jagger. O lo de Brian May, nombrado rector honorífico de la Universidad John Moores de Liverpool. ¿Para esto sirvió el punk? 