No sufro de síndrome de Diógenes ni soy de acumular cosas. Es más, a estas alturas de la vida anhelo desprenderme de mis pertenencias antes de que se vuelvan impertinencias. Pero con la música me siento maniatado. Me cuesta decir adiós a la mayoría de los discos que poseo, por un motivo u otro. A casi todo le otorgo un valor preciso, sentimental, crematístico, documental. Todos han significado una cosa u otra, aunque sea como pie de página o nota al margen en una relación de pareja, en un momento de felicidad o de soledad, de crisis o de euforia existencial. En esta mudanza concreta, mientras almacenaba temporalmente el grueso de mi (digamos) ajuar en casa de un amigo, a la Calle Libertad solo me llevé una magra miscelánea. Pero siempre me daba por querer escuchar otra cosa que no había traído conmigo. O una canción me recordaba a otra que estaba en Dios sabe qué centímetro cúbico de cartón. Quería sacar un vinilo o un CD de su envoltorio y “ponerlo”. Poner un disco. Suena tan viejo como hacerse amigo de Tom de Myspace o de los Heavies de la Gran Vía.
Me empeño en seguir pensando que mi colección es algo que puedo legar a mis descendientes o subastar (hay piezas de postín, de verdad que las hay), regalar en Navidades y cumpleaños. No es lo mismo que transferir un millón de archivos o envolver un pendrive con un lacito. O eso quiero creer. Hace poco, cuando le conté todo esto a mi primo, experto en sanar con las manos (literalmente: es fisioterapeuta y toca el bajo en el grupo de black y death metal Brutal Slaugher), apoyó una de ellas en mi hombro izquierdo y me dijo. “Ese problema ya no lo tengo yo. Lo que tú tienes en 37 cajas yo lo guardo en la nube”. En efecto, para él un disco no es algo que compras para ti, sino algo con lo que, como mucho, te obsequian. Y mejor que sea especial, que esté firmado o lleve pepitas de oro. Todo lo demás es como si no existiera.
Quizá por eso los míos van a permanecer, por un tiempo, dentro de cajas y más cajas, en continua transición hacia quién sabe dónde, hasta ser abiertos quién sabe si por cuatro manos, o por estas dos que ahora teclean esto que acaban de leer. 