Oh, el instante en que nos enteramos de la muerte de David Bowie, ese momento de perplejidad suprema que permanecerá incrustado en el fondo de nuestra memoria para siempre. Un suspiro y... agolpados en microsecuencias y accionados por un resorte mágico desde lo más profundo de nuestro cerebro, se revelaron, radiantes, los innumerables recuerdos asociados a su música vividos con el entusiasmo, la pasión y el misterio que nos regalaron tantos discos memorables mostrándonos la esencia del mundo moderno a través del pop. Bowie nos ofreció muchas de las mejores perlas de nuestra banda sonora a través de canciones supremas que nos hicieron comprender, o por lo menos intuir, la seducción y la fascinación del arte celebrando lo mejor de la vida.
Brilló, rutilante, en la década de los setenta, período comprendido entre las dos sonadas apariciones vintage del astronauta Major Tom. De “Space Oddity” (1969) a “Scary Monsters” (1980), Bowie parecía flotar en el espacio exterior, por encima de todo y de todos. Como Dylan en los sesenta y Elvis en los cincuenta, y luego Prince en los ochenta, su reino no era de este mundo.
Fue, indiscutiblemente, uno de los artistas más relevantes de la segunda mitad del siglo XX, arco temporal ampliable hasta el más crudo presente gracias a la pirueta-performance de su luctuoso y programado último movimiento, oculto proceso finiquitado, y amplificado, con el sorprendente réquiem de “★” –un poco jazz a lo Scott Walker–, publicado dos días antes de su deceso. Gran impacto.
Impacto al que se añadieron, con efecto retroactivo, las imágenes del hiriente vídeo existencial de “Lazarus”, una despedida velada en clave anticipada –crónica de una muerte (no) anunciada– que nos abofeteó cruelmente, entre la tristeza y la admiración, para recordarnos que Bowie, a pesar de sus años baldíos, seguía siendo Bowie. Jugada maestra que nos dejó anonadados. Nunca las necrológicas –el elogio de una vida– coincidieron tanto, también, en el elogio de una muerte.
Su accesibilidad pop nos había llegado de la mano de un alto grado de exigencia artística y de un aventurado poder visionario, don que le permitió avanzarse a corrientes y modas, jugar con ellas y utilizarlas, casi siempre ventajosamente, gracias a sus sobradas dosis de ingenio, a una desbordante personalidad y a un asombroso poder de intuición. A la vez que trabajaba con una amplísima gama de músicos y productores, lucía sus mejores galas –como un pavo real con un estudiado dominio sobre sus decisiones– y ejercía de símbolo de la liberación sexual e icono de la moda. ¿Quién dio más?