En noviembre de 2017, fueron juzgados doce de los trece componentes del colectivo de raperos La Insurgencia. Uno de ellos se libró por ser menor de edad; el resto tienen entre 20 y 31 años. Se les condenó a dos años y un día de prisión, ocho de inhabilitación y 4.800 euros de multa por enaltecimiento del terrorismo. La acusación se sostuvo sobre frases aisladas de sus canciones y en el “riesgo abstracto” de que sus oyentes puedan cometer un atentado.
Anterior a la instauración de la Ley de Seguridad Ciudadana es el caso del ilerdense Pablo Rivadulla Duró, de 29 años, artísticamente conocido como Pablo Hasél. En 2014 fue condenado a dos años de prisión por enaltecimiento del terrorismo por las letras de sus canciones, a lo que se acaban de sumar, en marzo de 2018, otros dos años y un día y 24.300 euros de multa por enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona e instituciones por sus comentarios e insultos en las redes sociales.
Otro caso sintomático, mencionado por Amnistía Internacional en su informe, es el de Álex García, cineasta de 23 años, que abrió un canal de YouTube llamado Resistencia Films en 2013. Cuatro años más tarde, en julio de 2017, la policía le entregó una citación judicial y él tuvo acceso a un informe policial de mil páginas en el que se enumeraban todos los vídeos del canal, fotografías, transcripciones de audio y las biografías de algunas de las personas entrevistadas. García fue acusado de enaltecimiento del terrorismo y también puede ser condenado a dos años de prisión, más nueve años de inhabilitación y una multa de 2.000 euros.
Pero hay que ir más allá del tema jurídico, por muy alarmante y disparatado que ya sea por sí solo. El clima represivo sobre la palabra, el pensamiento y la opinión corre un importante peligro de normalización a nivel social y laboral. Ya forma parte de nuestra cotidianidad, tal como anticipaban Los Punsetes en su canción “Dos policías” (2008): “Dos policías en el ambiente / dos policías dentro de tu mente / dos policías en tu respiración / dos para partirte el corazón”. A los casos narrados anteriormente, hay que añadir todos los de artistas censurados de modos más o menos sutiles. El más notorio ha sido el de Santiago Sierra, cuya instalación “Presos políticos en la España contemporánea” fue retirada de la última edición de ARCO a petición de la entidad organizadora, Ifema. Es la primera vez en los treinta y seis años de vida de la feria de arte madrileña en que una obra era retirada debido a su contenido. Pero... ¿cuántos más casos de músicos no radiados, no programados por ayuntamientos, promotores y festivales habrá que desconozcamos? ¿Cómo medir la autocensura que todos los ciudadanos nos estamos imponiendo a la hora de evitarnos problemas? ¿Cómo cuantificar la interiorización del miedo?