Que nadie se engañe, esto es una guerra. Económica, pero guerra. Entre los países ricos del norte de Europa y los pobres del sur; entre unas teorías ortodoxas y otras de solidaridad; entre los monopolios y los pequeños empresarios; entre los especuladores y los trabajadores; entre una oligarquía política y los ciudadanos en la calle. El grado de soberanía de los pueblos y las personas es diametralmente opuesto a las medidas que se aplican desde Bruselas y Fráncfort a medida que avanza la crisis, y la última capital en caer ha sido Madrid. O sea, el gobierno de Mariano Rajoy y su ilusión de que España no era Grecia. Y de que la canciller alemana, Angela Merkel, era nuestra aliada en una guerra donde los ricos cada vez pagan menos intereses y los pobres cada vez pagan más o pasan a ser tutelados por los primeros. La ayuda, por ahora bancaria, no es gratuita y supone entrar en un círculo vicioso cuyas consecuencias se han comprobado en el resto de países periféricos. Estas son las trincheras.
Madrid
En el cara a cara de las elecciones legislativas de noviembre pasado, Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba apenas hablaron de Europa. Ambos se enfrascaron en un diálogo de sordos, en clave electoralista, donde la cuestión más importante del margen que le quedaba a España para salir del marasmo se relegaba a un segundo plano. Y resulta que, de todo lo que discutieron, lo fundamental estaba en qué podrían hacer realmente. O qué les dejarían hacer. Porque en sus programas no había iniciativas propias europeas. Y mucho menos, planes alternativos a la intervención.
Existía un precedente suficientemente serio para tenerlo en cuenta, pero prefirieron ignorarlo, y este fue el cambio de rumbo, en mayo de 2010, del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero. Zapatero se inmoló por ello. Rubalcaba se fue directamente al patíbulo. Y Rajoy, mirando hacia otro lado, esperó ganar tiempo. El resultado es que, seis meses después, asumió una derrota en toda regla en un Congreso de diputados y en un debate que más parecía una rendición ante los mercados. Ni vanguardia ni resistencia, solo inexorabilidad. La más pura imagen de la impotencia y el descrédito. Un presidente vigilado, que arrastrará así la sombra de un protectorado sin atreverse a decir su nombre y se consolará con unos palmeros que aplauden la eutanasia del Estado tal como lo habíamos conocido.