A los hechos me remito. En enero de 2006, la municipalidad barcelonesa, en aquellos momentos usufructuada por el PSC en la personita de Joan Clos, decidía homologar las actividades de los músicos callejeros, y lo hacía presionada por grupos vecinales que pedían explicaciones a la proliferación de dicho gremio en una ciudad, ruidosa per se, donde la música en la calle había sido prohibida tiempo atrás por ese mismo equipo consistorial, si bien nadie respetaba el veto, empezando por los mismos legisladores. Ese súbito y tardío desvelo del edil, que, poniéndose por montera sus propios edictos, no había dudado en 2004 en tomar esas asordinadas calles para que por ellas pudiera desfilar la rúa de Carlinhos Brown, se traducía primeramente en la delimitación de espacios en los que poder ejercer dicha actividad –treinta y dos puntos sometidos a rotación durante todo el día– y de los instrumentos con los que realizarla, urdiendo luego una reglamentación por la que los músicos debían pasar unas pruebas –tocar un repertorio de diez canciones– ante un tribunal de tres expertos designados por el Ayuntamiento. Aprobada esa reválida de convocatoria bianual, cada quince días podían participar en un sorteo mediante el que les era designada la esquina, plaza o pasadizo de metro donde ejercer su labor.
Lo más interesante de esa mecánica se desprendía no ya del extraordinario celo con que pasaba a vigilarse su incumplimiento, sino de sus consecuencias. Y digo extraordinario porque, comparando lo que les sucede a los que desprecian la ley en otros estratos de la vida, la corrupción política por ejemplo, parece desproporcionado que en noviembre de 2006, casi un año después de entrar en vigor la normativa, dos patrullas y una furgoneta de la Guardia Urbana de Barcelona se emplearan en reducir a tres músicos indocumentados. Si se antoja excesivo el despliegue de tropa, más excesivo resulta que a unas personas que supuestamente no tocaban en la calle por hobby, sino por necesidad, se les confiscaran los instrumentos, se les impusiera una multa de 300 euros, y otros 170 en concepto de rescate del instrumental, y se les retuviera durante setenta y dos horas. Bonitos números, ¿no creen? Por suerte para ellos, no les atraparon vendiendo sus CDs, práctica prohibida ese mismo año por la Diputación Provincial de Barcelona.