Afirmaba el marxismo que una convicción popular tiene a menudo la misma energía que una fuerza material. A su vez, una convicción popular, decía el nacionalsocialismo en voz de Goebbels, podía consolidarse sobre un engaño mil veces repetido. Uno de los mayores embustes en la historia del rock, y una de las más firmes creencias populares de él emanada, fue el formulado por la psicología de masas de la industria discográfica para justificar el punk, ese cisma que no era sino un pretexto con el que efectuar un reajuste de plantilla, jubilando a aquellos obreros que, envejeciendo, entraban en conflicto con el axioma básico de la Gran Estafa del Rock and Roll: los intérpretes de dicha música solo podían preciarse de auténticos si eran nuevos y jóvenes. Una mitología de la edad con la que, a través de la inexperiencia de la juventud y la celeridad con que esta debía ser repostada, había introducido en el rock una poderosa cláusula de control sobre sus trabajadores, perdón, artistas, eternos becarios de quita y pon con quienes simular una energía teórica.
A mediados de los setenta, cuando se cocía el punk, los veteranos de la década hippy no revestían desde luego novedad alguna, pero no por ello podía afirmarse, en muchos casos, que sus reservas creativas estuvieran agotadas. Tampoco eran jóvenes, o no lo eran tanto, encontrándose en la treintena, una edad que da para muchos resabios, pero distante todavía de la madurez. Es decir, no habían caducado ni por antiguos ni por viejos, y convivían comercialmente con lo progresivo, lo sinfónico, el glam y el jazz-rock, que sin ser exactamente novedades lo parecían. Sin embargo, de esas quintas, solo aquellos económicamente empoderados, o los más camaleónicos, resistirían el embiste de la nueva mitología que traía consigo el punk, esto es, la exterminación de los genéricamente llamados dinosaurios. O sea, todo lo fechado con anterioridad a los Sex Pistols, o casi.