No hace falta irse muy lejos, ni siquiera hay que abandonar la misma estancia editorial –ahí están, por ejemplo, “Réquiem por un sueño” o “Los reyes del jaco”– para encontrar demoledoras e inquietantes novelas protagonizadas por la droga y sus alrededores. “La Escena” (“The Scene”, 1960; Sajalín, 2016), sin embargo, es otra cosa. Un demoledor chute de realismo sucio y mugre urbana que retrata con inquietante maestría el portentoso declive de ese barrio-vertedero de una ciudad sin nombre en el que todo el mundo intenta ajustarse al papel que le ha caído en desgracia. Porque en La Escena, con las calles dominadas por el Pánico y los yonquis deambulando como zombis moribundos, ni siquiera el Hombre, el todopoderoso señor de la droga, está a salvo.
Está claro que el malogrado Clarence Cooper Jr. (1934-1978), a quien la heroína se llevó a la tumba, sabía de lo que hablaba. No hay más que seguir con los ojos como platos ese demencial diálogo que Davis, policía veterano y yonqui emocional de La Escena, mantiene con ese pimpollo “diplomado” que le acaban de colocar de compañero a cuenta de la terminología politoxicómana –“¿sabes algo de potro? ¿De merca? ¿Qué me dices de la grifa? ¿Sabes qué es un equipo? ¿Una caleta?”– para comprobar hasta qué punto el infierno personal del de Detroit era algo dolorosamente real y atrozmente palpable.
Es por eso que “La Escena”, publicada originalmente en 1960 y sepultada en el olvido tras una serie de libros que aniquilaron las aspiraciones de Cooper de convertirse en el Nelson Algren afroamericano, se presenta con el falso disfraz de novela más o menos procedimental, de brigada de narcóticos jugando al gato y al ratón con yonquis y narcotraficantes, para acabar revelándose como descarnado y ardiente retrato de ese abismo que se abre entre chute y chute.
Los diálogos queman, las descripciones abruman por su aterradora naturalidad y el ambiente general de derrota impregna unas páginas que los personajes sortean como buenamente pueden mientras caen y tropiezan en busca de la siguiente dosis. Ni siquiera aquellos que parecen ajenos a los mecanismos de La Escena resultan indemnes ante el gris plomizo de unas calles que aniquilan cualquier noción de bondad y maldad. Porque aquí no hay lecciones ni preguntas: solo un autor retratando al carboncillo un paisaje interior infestado de demonios.