Ocurrió en 2013, cuando George Saunders (Amarillo, Texas, 1958) acababa de publicar “Diez de diciembre” (Alfabia, 2013) y ‘The New York Times’ tuvo la ocurrencia de señalar que ahí estaba el mejor libro del año. No uno de los mejores, no. El mejor. Sin matices. Todo un logro teniendo en cuenta que la afirmación llegó no con las tradicionales listas de finales de temporada, sino casi un año antes, en un intempestivo mes de enero al que aún le esperaban muchas lecturas en el horizonte. Exagerada o no, la anécdota sirve para ilustrar el tipo de pasiones que despierta Saunders, un autor al que David Foster Wallace, el ilustre suicida de Ithaca, ya presentó como el escritor más excitante de Estados Unidos y al que su estreno en la novela con “Lincoln en el Bardo” (2017; Seix Barral, 2018) le ha abierto de una vez por todas las puertas del Olimpo literario. Así que ahí lo tienen, acomodado en el panteón de las letras anglosajonas y echándose unas risas con Marlon James, Richard Flanagan, John Banville y otros ilustres ganadores de ese Booker Prize con el que el texano salió definitivamente de órbita a finales del año pasado.
Un más que merecido reconocimiento para un escritor que, antes de caer rendido ante el embrujo de Raymond Carver y lanzarse a encapsular las miserias del capitalismo en corrosivos y delirantes relatos breves, se preocupó por exprimir y saborear todas las disfunciones del sistema. Vivir para contarla, que diría García Márquez. Y es que, por más que hoy le tengamos por uno de los grandes malabaristas del lenguaje y el más atinado retratista de derrota social, hubo un tiempo, otra vida si me apuran, en el que Saunders era un ingeniero recién graduado que empezó trabajando para una petrolera en Sumatra y acabó encadenando trabajos a cuál más estrambótico (a saber: portero, técnico de techos, dependiente de colmado, currante en un matadero y redactor técnico para una farmacéutica) antes de poder estudiar escritura creativa en la Universidad de Siracusa.
En cierto modo es como si hubiese estado realizando un complejo trabajo de campo que a mediados de los noventa se convertiría en esa barra libre de precariedad y absurdo que fue “Guerracivilandia en ruinas” (1996; Literatura Random House, 2003), estreno literario en el que el estadounidense agrupó media docena de relatos aparecidos en ‘The New Yorker’, ‘Harper’s’ y ‘Witness’. Atrás quedaba su obsesión por Ayn Rand y sus intentos por copiar el estilo de Carver y nacía una mirada precisa y quirúrgica, un trávelin panorámico capaz de enfocar al mismo tiempo el humor, la extrañeza y la melancolía de la sociedad contemporánea; un afilado estilete –“solo me gustaría dejar de tener esperanzas. Me gustaría poder decirle a mi corazón: Ríndete”, escribe en “El presidente de doscientos kilos”– para abrirse camino a través de las entrañas del capitalismo y hacer recuento de daños en otros volúmenes, siempre trágicos y siempre hilarantes, como “Pastoralia” (2000; Alfabia, 2014), “Diez de diciembre” y el aún inédito en castellano “In Persuasion Nation” (2006). Y así hasta llegar a “Lincoln en el Bardo” (2017; Seix Barral, 2018), estreno de largo en el que, a cuestas con su universo literario y su rebosante saco de la risa, le hace un roto a la historia para seguir buscándole las cosquillas a esa broma infinita que es la vida moderna. 