A pesar de todo lo dicho, “El guardián entre el centeno” es, como señala el personaje de Will Smith en la excelente película “Seis grados de separación” (Fred Schepisi, 1993), una “novela juvenil que debería leer todo el mundo excepto los jóvenes adolescentes”. A través de su protagonista, en el estilo del monólogo interior de un chico confundido y repleto de contradicciones, Salinger nos habla de la violencia, de la muerte (y el suicidio), del sexo sórdido y de la mentira como monedas de uso común en la sociedad de los adultos. Es, en cierta manera, una novela existencialista, fruto del derrumbe de los ideales posterior a la Segunda Guerra Mundial y al auge del capitalismo feroz, solo que en lugar de estar construida desde una visión filosófico-política del mundo, como hicieran Dostoievsky o Sartre, lo está desde un punto de vista más espiritual que humanista, más individual que colectivo, más melancólico que dramático.
Con todo, y a pesar del logro literario que supone esta novela y de su apabullante popularidad, la gran creación de Salinger es seguramente la saga de los Glass, una galería de personajes excepcionales a los que el autor dedicó la práctica totalidad de su obra posterior, comenzando por buena parte de los relatos que conforman “Nueve cuentos” (1953; Bruguera, 1977), y siguiendo por las dos novelas sui géneris que son “Franny y Zooey” (1961; Bruguera, 1979) y “Levantad carpinteros la viga maestra. Seymour: una introducción” (1963; Bruguera, 1977). En muchos aspectos, los Glass son una versión revisada y ampliada de la familia Caulfield: superdotados y superprecoces, los siete hermanos son incapaces de encontrar felicidad y realización en los asuntos convencionales de su época, de modo que buscan en la iluminación mística las respuestas que el mundo no es capaz de proporcionarles.
A pesar del tono algo new age y solipsista de la saga y de la omnipresencia del sentimiento religioso (desde el cristianismo hasta el budismo zen, Sri Ramakrishna o Kafka), los relatos de los Glass consiguen transmitir el tedio y el hastío modernos y el anhelo de espiritualidad de un conjunto de personajes extremadamente complejos que se relacionan entre sí a través de extensas cartas y encendidas discusiones trascendentales formando un fascinante y emotivo universo de ficción escrito, como describe uno de los hermanos, en “una especie de lenguaje familiar esotérico, una suerte de geometría semántica dentro de la cual la distancia más corta entre dos puntos es un círculo completo”.
En todos sus relatos, la mayoría de ellos publicados originalmente en las páginas de ‘The New Yorker’, Salinger muestra un interés casi monopolístico por esa frontera entre la infancia y la edad adulta. Todos sus personajes son, o bien niños precoces que actúan como adultos, o bien adultos de alguna manera todavía anclados en la infancia, cuando no ambas cosas al mismo tiempo. Y no es exagerado afirmar que su pequeño catálogo de adolescentes demasiado inteligentes, demasiado sensibles, serviría de modelo para muchos de los mejores escritores norteamericanos de las últimas décadas, desde el Nathan Zuckerman de Philip Roth hasta las hermanas Lisbon de “Las vírgenes suicidas” (1993) de Jeffrey Eugenides, el aspirante a escritor de Michael Chabon en “Chicos prodigiosos” (1995) o el Hal Incandenza y sus complicados lazos familiares de “La broma infinita” (1996) de David Foster Wallace.
Entre las muchas cosas que Holden Caulfield detesta una de las peores es que su hermano mayor D. B. prostituyera su talento como escritor al servicio de la industria del cine. Puede decirse que J. D. Salinger fue, además de muchas otras cosas mucho más importantes, el primer escritor de la era del pop, el primer autor en provocar un fenómeno de fans –de fanáticos–, y el primero que, al advertir que tanto su obra como su vida escapaban a su control, decidió aislar ambas del mundo, recluirse y dejar de publicar.
La leyenda afirma que el viejo y excéntrico escritor se alimentaba solo a base de productos macrobióticos, megavitaminas y su propia orina, y que continuó escribiendo para sí mismo toda su vida, acumulando miles de páginas de manuscritos que solo tras su muerte, y solo tal vez, verían la luz. Lo dijo uno de sus inolvidables personajes, Zachary “Zooey” Glass: “El único objetivo de un artista debe ser aspirar a alguna clase de perfección, y en sus propios términos, en los de nadie más”. 