Las tramas, en efecto, son cada vez más elaboradas. Mejores. Más o menos lo mismo que ocurre con una escritura hecha de reveses y aguijonazos con la que envía telegramas-bomba desde el pasado. Siempre desde el pasado. “Los sesenta fueron una época tremenda de revolución. Incluso quienes no tenían ningún tipo de compromiso político podían sentirlos de una manera muy viva. Y lo que yo quiero es reescribirlos para poder revivirlos”, asegura. Esta versión, sin embargo, cambia según el interlocutor: en otras entrevistas realizadas ese mismo día, el autor de “Mis rincones oscuros” (1996; Ediciones B, 1998) insinuaba que si le interesaba tanto reconstruir “sus” años sesenta era porque por aquel entonces estaba tan colocado que apenas conserva recuerdos. ¿Realidad? ¿Ficción? Juzguen ustedes mismos. Al fin y al cabo, eso es precisamente lo que hace Ellroy cuando se entrega al malabarismo literario y transplanta en sus relatos personajes reales que, como Richard Nixon, J. Edgar Hoover y Howard Hughes, se acaban convirtiendo en socorridas piñatas humanas. ¿Hoover? Un monstruo. ¿Hughes? Otro monstruo. ¿Nixon? “Un hijo de puta gracioso”. “En mis novelas hay aspectos reales y aspectos de ficción, pero todas estas personas están muertas, no pueden ver lo que hago y, por lo tanto, no pueden quejarse”, relativiza. La explicación oficial, sin embargo, tiene un trasfondo mucho más elaborado. “Se acaba creando una dinámica entre realidad y ficción que ayuda a anclar lo segundo en lo primero y hace que te puedas creer mis historias más fácilmente. Al fin y al cabo, todos somos escépticos. Estoy seguro de que tú eres escéptico respecto a la versión oficial de la historia española. Yo soy norteamericano y me pasa lo mismo con la historia de mi país. En realidad, nadie se cree las versiones oficiales”, explica.
Ese juego de espejos y deformaciones entre realidad y ficción, complementado por la confusión que muchas veces se crea entre creador y personaje, es lo que nos lleva al siguiente punto. El más caliente y, según se mire, polémico. Porque, más allá de la década que retrate y de los crímenes que detalle, si hay algo que permanece inalterable en las obras de Ellroy es ese retrato de una América racista, xenófoba y brutal. “Algunos de mis personajes son racistas y homófobos, pero no se puede caer en el error de confundir a los personajes con el autor del libro”, señala. Aun así, el escritor aprovecha que le han abierto la puerta para sacar a pasear su presunta incorrección política. “Déjame que te diga una cosa: no soy de izquierdas. Más bien soy muy de derechas. Soy proautoridad, propolicía, anticomunismo y antisocialismo. ¿Vale? Tómalo o déjalo. En Europa se da mucha importancia a estas distinciones, pero no ocurre lo mismo en Estados Unidos. ¿Y sabes qué? Si no te gusta, que te jodan. Y que le jodan a tu madre”, ruge Ellroy mientras, todo sutileza, hace el signo internacional de hacerse un millón de pajas encima de la grabadora. Es entonces cuando a uno le vienen a la cabeza todas esas imágenes casi legendarias en las que Ellroy aparece matando a un doberman con sus propias manos, encerrado en casa con un arsenal de armas o husmeando la ropa interior de sus vecinas y, una vez más, cuesta decidir si quien habla es la persona o el personaje. “Por cierto, esta mañana he oído que habían elegido presidente de Estados Unidos a un negro. ¿Ustedes saben algo de eso?”, preguntó al día siguiente a los boquiabiertos lectores que se reunieron en la Biblioteca Jaume Fuster de Barcelona para verlo de cerca. “O tienes un objetivo secreto o eres un puñetero kamikaze”, dice en la novela uno de los personajes. Y Ellroy, no lo duden, tiene un objetivo y es un puñetero kamikaze. 