El bilbaíno Pablo Berger ha dado en su breve filmografía sobradas muestras de un talento harto peculiar. Su gran baza acaso sea la infrecuente y muy estimable habilidad para llegar hasta el hueso de argumentos que podrían correr el riesgo de quedarse en meros high-concept: “Torremolinos 73” (2003) cortaba de cuajo cualquier atisbo de humor zafio o fetichismo retro para detenerse en el drama de sus personajes, abocados a la producción de porno amateur en los ocres años del tardofranquismo. Ahora, esta “Blancanieves” (2012) muda y blanquinegra tarda apenas unos minutos en sacudirse las preconcepciones a que podría llevarnos su silente anacronismo: los conceptos “cuento de hadas oscuro”, “sombras expresionistas” o “siniestrismo edwardgoreyesco”.
Lo que plantea Berger es un relato que se refleja continuamente en el cuento de los hermanos Grimm, bastardizando sus elementos más reconocibles (aquí los enanitos no son siete, sino seis) y liberando la historia del peso de la tradición. Busca un espacio propio donde su Carmen-Blancanieves, flamenca y torera, no sea percibida como una boutade, sino como una figura nueva, viva. Ella es el epicentro de esta fabulación sobre una España anterior a la Guerra Civil cuyas imágenes hemos ido olvidando.
Manejando con notable tacto la peligrosa imaginería de lo castizo y lo cañí, “Blancanieves” se erige en un poema audiovisual que da el do de pecho en el conmovedor desenlace, donde la protagonista es alcanzada, fatalmente, por el destino del mito.
Es una lástima, eso sí, que la película solo vaya a poder degustarse con música en directo en muy contadas fechas. Será entonces, seguro, cuando la partitura de Alfonso de Vilallonga y las intervenciones de Sílvia Pérez Cruz alcancen todo su esplendor y hagan de “Blancanieves” una experiencia audiovisual completa.