No es la primera vez que Pedro Almodóvar se adentra en la autoficción. “Dolor y gloria” reflexiona sobre algunos de los aspectos que han marcado su vida, desde su madre hasta el cine. El filme se abre con Salvador, el propio Almodóvar transmutado en uno de sus actores más queridos, Antonio Banderas, en el fondo de una piscina. La cámara recorre la larga y rojiza cicatriz que surca su torso y encadena con la imagen de tres lavanderas en un río. Allí vuelve a estar Salvador, pero de niño, contemplando maravillado a su madre. Esta, en la edad joven, aparece con las facciones de Penélope Cruz y, de mayor, con las de Julieta Serrano. Otros dos rostros habituales en el cine almodovariano. Solo ellas, fallecida Chus Lampreave, pueden interpretar a la madre del autor.
“Son tus ojos los que han cambiado; la película es la misma”, le comenta una vieja amiga a Salvador en relación a una de sus cintas, “Sabor”. Se lo dice Cecilia Roth, en otra invocación del ritual de rostros y cuerpos adheridos al cine de Almodóvar desde los tiempos de la movida. Han pasado treinta y dos años desde el estreno de “Sabor” y ahora la Filmoteca la ha restaurado y quiere proyectarla, lo que propicia el reencuentro del protagonista con el actor de aquel filme. Esos treinta y dos años son los que han transcurrido desde que Almodóvar estrenara “La ley del deseo” (1987), filme que debemos ver sin que nos cambien los ojos.
“Dolor y gloria” estudia también la mitología del organismo humano, porque es un trasvase permanente y confesional de las adicciones del alma y los dolores del cuerpo. En “Julieta” (2016) había un plano de dos rostros femeninos confundiéndose entre ellos similar a los de “Persona” (1966) de Bergman. Almodóvar vuelve aquí al cineasta sueco: el final, precioso, recuerda a “Fresas salvajes” (1957), o cómo contemplar el pasado con felicidad, pero también con tristeza por haberse consumido.