“Me duele el cerebro. Ahora mismo me gustaría estar en casa tocando la guitarra”. Así es como reacciona E cuando un científico intenta explicarle los rudimentos de la física cuántica. Se trata de una de las primeras escenas del documental “Parallel Worlds, Parallel Lives” (2007), producido por la BBC (se puede ver aquí), y en el que durante una hora E deja de ser el barbudo y desgarbado hombre detrás de Eels y se convierte en Mark Oliver Everett, el hijo de Hugh Everett III.
Quienes hayan leído su libro “Cosas que los nietos deberían saber” o se hayan interesado mínimamente por su vida ya sabrán de la tragedia que informa la educación sentimental de E: criado en un suburbio de Virginia en un entorno familiar poco dado a las expresiones de afecto, su padre era, literalmente, un discapacitado emocional, una presencia para su hijo equivalente “a la de un mueble”, permanentemente refugiado en sus lecturas y fórmulas matemáticas. En la película, E recuerda cómo cuando apenas contaba con 19 años de edad fue él quien lo encontró muerto sobre su cama, aún vestido con el traje de tres piezas que era su único uniforme. “Creo que aquel fue el momento de mayor intimidad física que tuve con mi padre”, dice E. Glups.
Años más tarde, y tras media vida perseguida por la sombra de la depresión, su hermana mayor se suicida. Poco después, su madre enferma y muere de cáncer. Es entonces cuando E, instalado en Los Ángeles y convertido ya en Eels, comienza a interesarse por la historia familiar. Descubre que su padre había sido un reconocido físico, autor de la Teoría de los Universos Paralelos, una aportación a la ciencia que algunos académicos consideran ahora a la altura de la Teoría de la Relatividad de Einstein o la Ley de la Gravedad de Newton, además de fuente inagotable de posibilidades para la literatura y el cine de ciencia ficción. Y decimos “ahora” porque en el momento en que Everett padre publicó su teoría, la comunidad científica le dio la espalda y el entonces joven y prometedor físico se encerró en sí mismo y abandonó por completo el ámbito de la investigación para ponerse a sueldo del Pentágono.
En la película, E –o, mejor dicho, Mark– se dispone a seguir el rastro de su padre el ausente, el prodigio agraviado. En cuanto a la teoría, Mark apenas alcanza a comprenderla de manera vaga, más o menos hasta donde llegaríamos la mayoría de nosotros: en el universo de lo cuántico, donde las partículas son tan pequeñas que no rigen las leyes físicas conocidas, es posible para un átomo estar en más de un lugar a la vez. De este modo, formula Everett III, no se puede descartar la hipótesis de que existan múltiples universos paralelos, realidades desdobladas donde ocurre lo que no se ha dado, por elección o por azar, en esta en la que vivimos usted y yo. Esta metateoría –es decir, una teoría de teorías– la acompaña Everet III de una serie de complejas demostraciones matemáticas. En la película se ve a E hojeando el manuscrito en los archivos de la Universidad de Princeton. “La primera frase la entiendo”, dice divertido. “Luego llega un punto en que es completamente impenetrable. Y luego viene todo ese lenguaje científico que es como blublublublu, como un alfabeto distinto”, concluye.
E parece hasta compungido por no haber heredado ni un átomo del talento matemático de su padre. Pero ¿acaso no es también la música un lenguaje distinto? ¿No habíamos convenido en que la música eran matemáticas? Pero si yo he visto numerosas fotografías de Albert Einstein tocando el violín, y hasta pueden encontrarse en la red grabaciones suyas de la Sonata para piano n.º 13 en si bemol mayor de Mozart. “Supongo que en cierto modo son dos talentos que pueden estar conectados”, explica E por teléfono. “La madre de mi padre era poeta, así que a lo mejor el gen de las matemáticas se saltó una generación”.
Pero a Mark la física cuántica solo le atrae en cuanto a camino para conocer a su padre. Así, mientras los antiguos compañeros de universidad y físicos que hoy estudian sus teorías se afanan por glosar la estatura intelectual de su progenitor, él no hace más que interesarse por cómo era aquel hombre a quien apenas conoció. “¿Cuál era su habitación?”, pregunta cuando le muestran la residencia universitaria donde vivió. “Así que esto es para los científicos como los estudios de Abbey Road para los fans del rock”, comenta.
“¿Alguna vez te habló mi padre de lo decepcionado que estaba conmigo por mi absoluta incapacidad para las matemáticas?”, le pregunta a un antiguo colega. “Creo que si tu padre hubiera dispuesto del vocabulario emocional necesario, habría estado encantado con tu música”, le contesta. “Ese momento casi me hace llorar”, me confiesa. Aunque se habla poco de la música de Eels, el documental es un fiel reflejo de su forma de mirar el mundo. Sardónico, emotivo, un poco triste, pero recurriendo siempre al humor como la mejor defensa ante la adversidad. “De hecho, todo el documental puede resumirse en que me paso dos semanas con un equipo de rodaje que intenta hacerme llorar”, concluye. Spoiler: no lo consiguen. 