Tu actual grupo, Chain And The Gang, se basa en una idea principal: dado el tipo de libertad que ofrece la sociedad de consumo, casi es preferible estar en la cárcel. ¿Cómo llegaste a esa conclusión? Napoleón invadió Europa bajo el pretexto de expandir los ideales de la Revolución Francesa: “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. En España encontró mucha resistencia de unos partisanos que gritaban “Vivan las cadenas”. En eso se inspira el nombre del grupo. En el siglo XX Estados Unidos ha pervertido el concepto de libertad para imponer a otros países su estilo de vida, ya sea por presión, invasión o seducción. Fíjate en Irán o Sudamérica: mi país ha gastado millones en lo que llama “desestabilizar” regímenes que no coinciden con su concepto de libertad. El disco “Down With Liberty... Up With Chains!” –editado por K Records en 2009– es un comentario perverso acerca de esa situación política. Lo que hoy entendemos por libertad es un mito, otra fantasía de la sociedad de consumo. Nos hacen creer que podemos tenerlo todo. La gente ni siquiera es consciente de su propia mortalidad.
¿Cómo se consigue que alguien se crea libre sin serlo? El hecho de poder comprar un bolso de Gucci o un café en Starbucks te da cierta sensación de poder y pertenencia a la élite. Es el fruto de una lógica absurda tatuada en el cerebro de la gente por los medios. La promesa universal del rock’n’roll es esquivar la pertenencia: ya sea a una raza, a una clase social o a un género sexual, ya desde Little Richard. En Estados Unidos nadie tiene conciencia de clase. No es solo problema nuestro: para cualquier país posindustrial esa conciencia resulta como mucho confusa, muy pocos saben realmente a qué clase pertenecen. A pesar de sus míseros salarios, Estados Unidos se percibe como una sociedad dominada por la clase media. En realidad está polarizada entre urbanizaciones cerradas, trabajos basura y personas sin techo. Estados Unidos se cree el país de la libertad cuando tiene al 1% de su población en la cárcel. Todo el mundo conoce a algún preso. La industria penal está entre las más boyantes.
Tu libro “The Psychic Soviet” (Drag City, 2006) está lleno de teorías musicales estimulantes. Dices que el paso a la electricidad de Bob Dylan es un triunfo del sistema. En los sesenta el folk no era música popular, sino canción protesta, basada en la tradición y en una postura política. Cuando Dylan llega al festival de Newport y coge la guitarra eléctrica lo que hace es reforzar el concepto capitalista de “cambio de estilo” como algo positivo. Abandonó el movimiento y sus valores. La celebración cultural de esa decisión fue muy extraña: la industria aplaudió a rabiar, como si hubieran seducido al principal enemigo del campo contrario. Me recuerda a los años de la Guerra Fría: entonces Estados Unidos jaleaba a Nureyev y Baryshnikov, cuando todos sabemos que en este país a nadie le gusta el ballet.
¿Ves el rock’n’roll como un estilo reaccionario? En el libro intento no emitir opiniones, sino hacer observaciones. El rock’n’roll fue un arma muy efectiva en la Guerra Fría. Lo usó la CIA para convencer al mundo de que el estilo de vida del capitalismo era el más atractivo posible. Gracias al rock, Estados Unidos proyectaba una imagen de paraíso de la seducción y la sexualidad donde el sistema recompensaba a los que iban contra corriente. El problema es que el rock’n’roll nunca ha sido rebelde, por mucho que sus protagonistas quieran creer que sí. Cuando alguien se enfrenta al sistema de verdad suele acabar muerto, como pasó con Fred Hampton –dirigente de los Panteras Negras– o Martin Luther King . El rock es el sonido de la contrarrevolución, como quedó claro en Checoslovaquia con la adopción de la Velvet Underground como banda sonora para el ascenso de Václav Havel. Más tarde diversas empresas publicitarias de Estados Unidos utilizaron argumentos rockeros para hacer más atractiva la “revolución naranja” en Ucrania o la “revolución de las rosas” en Georgia. Estas no fueron revueltas contra el comunismo per se, sino campañas para eliminar “reliquias estatales” como la Seguridad Social o la sanidad universal, que no se consideraban suficientemente jóvenes ni sexys. Las presentaron como cosas para los ancianos. En la mitología rock, las estrellas no enferman ni se jubilan, mueren en el suelo del baño de un hotel como Johnny Thunders.
Dices que hacer música se parece más al trabajo que al arte. ¿Habría que eliminar o redefinir la figura del artista? Lo primero es subrayar que el concepto “artista” es relativamente reciente. Se inventó en el Renacimiento, como parte de la guerra de la burguesía contra la aristocracia. Necesitamos otro enfoque que nos acerque al estatus de cualquier trabajador. Hoy el músico es una especie de animal mágico, desechable y vulnerable, sometido a los caprichos del mercado. Además, la sobreabundancia ha hecho mucho daño a la música. Antes los oyentes éramos como unos niños que se pasan la tarde entera jugando con un palo, hasta que exprimen todas sus posibilidades. Te aprendías un disco de memoria. Ahora pasas de uno a otro sin apenas enterarte.
A cambio, ¿no crees que internet ha facilitado el acceso? No, el sistema actual resulta más caro porque tienes que comprarte un ordenador y pagar cada mes tu conexión. No creo en las cosas gratis. Hay que pagar a quien trabaja. Me dan mala espina incluso los productos baratos: en la sociedad actual eso suele ser sinónimo de que están fabricados por asiáticos en estado de semiesclavitud.
Respecto a la música, ¿se te ocurre cómo salir del embrollo? Me gusta cómo funcionan las organizaciones a sueldo del Estado. Me refiero a los ballets o las orquestas sinfónicas nacionales, donde cada miembro contribuye a un colectivo que es más grande que él mismo. No estoy seguro de si sería posible adaptarlo a la música popular, pero suena mejor que estar sujeto a la moda del momento. 