Por eso Marina, tanto en su debut de 2016 –“Nanook”, publicado en formato digital por Instrumental, el sello de James Rhodes, y reeditado en formato físico por Aloud en 2018– como en su segundo trabajo, “Babasha” (Aloud, 2018), ha inventado sus propios códigos para interpretar este álbum. En lo musical, al tratarse de un proyecto en solitario donde su voz convive con el piano, se la ha etiquetado de clásica. “Pero yo no lo veo así. Me siento más cómoda en el avant-garde, porque siempre digo que la música debería ser clasificada por la voluntad con la que se crea: hay música hecha para expresarse, para evadirse, para pasar el rato, para ganar dinero o para bailar, y lo veo más efectivo que encasillarla en un género”.
En lo que se refiere al lenguaje verbal, ha inventado, como quien no quiere la cosa, todo un idioma aparte: “En el primer disco es algo que pasó de manera natural: mientras buscaba la melodía, iba llenando los huecos con sonidos. Se convirtió en algo que me distinguía. Todo el mundo me preguntaba después de los conciertos: ‘¿En qué idioma cantas?’. Y yo ni siquiera le había dado importancia. De cara al segundo álbum, tenía intención de escribir alguna letra, pero de alguna manera quería que las palabras estuvieran a la altura de la música, porque al haber estudiado humanidades y periodismo tengo más bagaje escrito que musical. Hice una búsqueda de términos que nosotros no reconocemos, en diccionarios de otros idiomas y también en una enciclopedia de lugares que no existen. Así, fui construyendo las letras asociando su sonoridad a lo que creía que expresaba la melodía en ese momento. Es complicado, pero tan bonito... que no entiendo por qué otra gente no lo hace”.