Es cierto que Kaplan y Hubley se mostraban tímidos en escena, pero no eran ni mucho menos unos ineptos en sus relaciones sociales. “Están excepcionalmente bien posicionados”: así iniciaba el crítico Robert Christgau, en 1989, una reseña muy positiva en el semanario ‘Village Voice’. En 1981 Ira apareció en una lista (junto a Christgau) entre los diez críticos de rock del país que más atención prestaban a los sellos independientes norteamericanos, una densa escena que pronto aumentó su visibilidad y tamaño.
Esto no quiere decir que los tres componentes del grupo fuesen lo que se suele llamar “líderes natos” –si es que había algo que liderar–, pero tampoco se mostraban totalmente pasivos. No conocían a toda la gente dentro del mundillo musical en el que se movían, todavía en plena expansión, pero sí a muchos de sus integrantes. El conjunto de todas sus historias –las de Yo La Tengo, las de sus amigos y las de muchos otros– no es más que un intento por crearse un tránsito lo más humano posible a través del capitalismo de finales del siglo XX (y, quizá, de la locura del nuevo milenio) y en el que poder existir tranquilamente como músicos; una tercera vía entre la anarquía existencial del hazlo-tú-mismo y el ocio convencional y socialmente aceptado.
Aun así, hubo ocasiones en las que se vieron arrastrados por la corriente. Durante un tiempo, esta corriente se llamó “college rock”, a raíz del ‘College Music Journal’(CMJ), fundado por Robert Haber
en la primavera de 1979, época en la que Ira se mudó a Nueva York. O simplemente se llamó “nuevo”, como el New Music Seminar, convención celebrada en junio del año siguiente y a la que acudieron doscientos músicos. Robert Christgau acuñó el término amerindie, que tuvo una vida muy corta.
Por rebeldía o por accidente, Kaplan y Hubley se mantuvieron fuera de las tendencias de un underground que les habría deparado una mayor atención. Les gustaban demasiado el folk y los Kinks, y eran demasiado mayores para el hardcore; sus modales parecían excesivamente suaves para el post-punk, y nacieron demasiado tarde para formar parte de la explosión inicial de bandas en Hoboken ocurrida a principios de los años ochenta. Eran demasiado sencillos para ser new wave y demasiado modestos para convertirse en estrellas de los videoclips. Se preocupaban demasiado por todo. Armados de paciencia, siguieron tocando.
En 1985 llegó su consolidación como grupo con el folk-rock de “The River Of Water”, un primer single autoeditado que los llevó a reinventarse y añadir un tercer miembro al grupo, pedales de distorsión, una evidente fascinación por el rhythm’n’blues, el free jazz y la exotica, unas exquisitas armonías a tres voces, bandas sonoras para dibujos animados y documentales submarinos franceses, una singular conexión con el mundo de la comedia, y la colaboración durante décadas con espíritus afines que tocaban en grupos procedentes de Nashville o Nueva Zelanda. Han producido asimismo un canon de grandes éxitos, no incluidos en las listas habituales, pero éxitos al fin y al cabo, y que son reconocibles para cualquier fan de Yo La Tengo (o por cualquier aparato de medición de aplausos): “Autumn Sweater”, “Sugarcube”, “Mr. Tough”, “Tears Are In Your Eyes”, “The Summer”, “Stockholm Syndrome”, entre muchos otros.
Finalmente, fue la etiqueta indie rock la que cuajó. Y, aunque el término acabó incomodando a Yo La Tengo, seguro que no era la palabra “independiente” la que los hacía sentir así. De hecho, los padres de la batería Georgia Hubley, Faith y John, eran dos de los más famosos cineastas conscientemente autogestionarios de los años de posguerra.
“Siempre hubo un fuerte sentido moral en nuestra familia –recordó en una ocasión el hermano pequeño de Ira, Neil, para ‘The New York Times’–. Si crees en algo, actúas en base a ello”. Neil, que entonces tenía 37 años, había frustrado recientemente un atraco en un túnel de metro en el East Side, y acabó padeciendo tres horas de microcirugía para suturar la herida de cuchillo que le había seccionado un tendón de su muñeca izquierda.