Rue: punto límite trillado.
Rue: punto límite trillado.

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“Euphoria”: un desastre bonito

Acaba de terminar la emisión de la segunda temporada de “Euphoria”, una de las series de más calado popular de los últimos años gracias a su exploración del multiverso adolescente. Es el momento de evaluar lo propuesto por Sam Levinson y su equipo en este ciclo de episodios.

Dice Pasolini, en sus “Cartas luteranas” (1976), que hay artistas que se drogan para llenar un vacío de necesidad e imaginación: la droga les sirve para sustituir la gracia por la desesperación y el estilo por la maniera. Declara, casi a modo aforístico, que hay épocas en las que los más grandes artistas son manieristas desesperados: viven con exageración, inestabilidad y fuegos artificiales. “Euphoria” (HBO Max, 2019-), la serie de Sam Levinson que ha hecho de la relación con las drogas uno de sus ejes centrales, se somete en esta segunda temporada a la tiranía de la maniera y el artificio. Al acabarla, uno no sabe si adorarla –por romper con varios esquemas, aunque la ruptura no siempre esté bien ejecutada– o aborrecerla –porque a ratos es un desastre, un desastre rococó bellísimo y ornamentado, pero un desastre narrativo–: el juicio se divide entre la insatisfacción y el goce compartido con la comunidad de espectadores. Pero hay que examinar por qué un producto audiovisual tan esmerado –y que genera más conversación que ningún otro– resulta hoy insatisfactorio o provoca reacciones ambivalentes.

No hay serie ahora mismo que alcance la belleza y grandilocuencia visual de “Euphoria”, particularmente con esta temporada, filmada en Kodak Ektachrome. A veces roza el pastiche y se pasa de frenada con las referencias metaficcionales, menos funcionales que los montajes y retrospectivas de la primera temporada, pero es inevitable aplaudir la serie por su ambición y sus intentos. Los ocho capítulos de la segunda temporada llegan después de los dos especiales de finales de 2020 y principios de 2021, centrados en Rue y Jules; a ratos es difícil asumir que esos episodios especiales también están escritos por el guionista y director de esta temporada. El caos allí dejaba espacio a una introspección contenida, a largas conversaciones, aire, tiempo, reflexiones profundas y satisfactorias (particularmente en el caso de Jules, que nunca vuelve a desarrollar tanta profundidad como en ese episodio, coescrito por Hunter Schafer).

Jules: el abandono de toda complejidad adquirida.
Jules: el abandono de toda complejidad adquirida.

La segunda temporada de “Euphoria” quiere hacer todas las cosas todo el tiempo. El problema es que no puede renunciar a ser una narración: la primera temporada nos había acostumbrado a un formato concreto –cuyas historias funcionaban, aunque no todas tuvieran resoluciones satisfactorias– y a las relaciones entre varios personajes de los cuales queríamos saber más, ver más desarrollos; la segunda temporada no deja de desplegarse en mil direcciones distintas sin llegar a resolver ninguna, más centrada en lo bonitos que queden los planos que en cualquier esbozo de trama. ¡Y eso que el primer episodio prometía muchísimo!

Podría escribir durante horas sobre las tramas cortadas de la segunda temporada. Hay un romance a fuego lento que de tan lento es frustrante (porque sus protagonistas pasan episodios enteros sin interactuar). Jules abandona toda complejidad adquirida, vuelve a su posición de objeto de deseo y se enrolla con Elliot, que no tiene rasgo alguno más allá de ser guapo, drogarse, tocar la guitarra (extraordinariamente cringe su escena “Wonderwall” del último episodio) y empeorar generalizadamente la vida de Rue hasta llevarla a un punto límite ya trillado; Rue se hace con una maleta llena de droga, que su madre tira al saber de su recaída, y la mujer de la cual la consiguió amenaza con prostituirla para pagar su deuda. La trama también la tiran por algún lado, junto con la droga.

Elliot: guapo, se droga, toca la guitarra, ¿y...?
Elliot: guapo, se droga, toca la guitarra, ¿y...?

Resultan más importantes los gestos y la espectacularización de las acciones (a más chocantes, mejor) que los personajes en sí mismos; en esa dicotomía, “Euphoria” se pierde, porque cuando mejor ha funcionado la serie siempre ha sido en sus momentos de introspección y vulnerabilidad. ¡Y lo consigue, en el capítulo de la recaída de Rue! ¡Lo logra en la complicada relación de Lexi y Rue con los sucesos traumáticos de sus vidas y su conversación en el último episodio! Lo que pasa es que el resto del tiempo ver la segunda temporada de “Euphoria” es como ver sin pausa una sucesión de imágenes muy bonitas acompañadas de música bien escogida: imágenes vacías, con menos alma que antes, pero al menos bellísimas. El juego con la obra de teatro como espejo de la vida y como traslado del trauma a la ficción es interesante, pero completamente desproporcionado; si en la primera temporada ya abundaban las luces intensas de colores y la fiesta un poquitín psicodélica, esta segunda ya es absolutamente excesiva y, en consecuencia, agotadora.

Nadie que le cogiera cariño a Rue o Jules va a salir de aquí satisfecho. De hecho, dudo que nadie que viera esta serie por sus personajes (salvo si lo hacía por Lexi, hasta esta temporada casi irrelevante pero uno de los favoritos de muchos fans) salga de esta temporada satisfecho. Hay épocas en las que las más grandes obras de arte son manierismos desesperados; al final una acaba queriendo atar a una silla a los personajes de “Euphoria” para que hablen un rato de sus sentimientos sin que se accione ninguna pistola. Si la tercera temporada, que saldrá en 2024, persiste por el mismo camino, con todo el dolor de mi corazón, no sé si llegaré hasta el final; si me obligo a hacerlo, pediré que la pongan en pantalla grande y quiten el sonido para contemplar las imágenes sin aspirar a que tengan trasunto alguno de narrativa. Al arte hay que exigirle algo de continencia para que brillen los momentos excesivos; “Euphoria” hoy solo es exceso, y de ahí vienen casi todas sus catástrofes. ∎

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