Álbum

Gorillaz

Cracker IslandParlophone-EMI, 2023

Las colaboraciones están más de moda que el aguacate. Es raro ver hoy algún artista pop que saque un disco en el que no haya al menos en una canción el famoso diminutivo feat., es decir, featuring. O sea: colaboración. La jugada promocional viene de lejos. Era tradición ver a artistas consagrados apadrinar con llamativas colabos a artistas en ciernes. Ejemplos recientes son los de James Blake fichando a Rosalía en 2019 para “Barefoot In The Park” y antes que él J Balvin haciendo lo mismo en “Brillo”, que supusieron la confirmación del predestinado estrellato de la catalana.

Pero el tema feat. no tiene por obligación un planteamiento jerárquico. La política de las colaboraciones se ha vuelto ampliamente horizontal, intersectorial, transhumanista, ¡alienígena! El colectivismo y “El apoyo mutuo” (Piotr Kropotkin, 1902) invadieron los despachos de los gerifaltes musicales invitando al personal a darse la mano para caminar juntos hacia el arcoíris del triunfo. Incluso mezclando churras con merinas. Véase la versión de “Walk This Way” fruto de la colaboración entre Run DMC y Aerosmith, cuando el rock y el rap se lanzaban miraditas desafiantes. Esta colaboración estelar y legendaria descorchó el futuro nu metal e hizo saber a negros y blancos que sus cuerpos podían zumbar al mismo son.

¡Cambio de clima! 2023. Un curioso grupo, Gorillaz, acaba de publicar su último álbum. Con un cuarto de siglo a sus espaldas, la banda pegó una campanada inefable desde su primer sencillo, “Clint Eastwood”. Integrado en “Gorillaz” (2001), el álbum se vendió mejor que el marisco en Navidad, y eso que hablamos de una banda virtual. Cosa que, ahora, con algunos japoneses casándose con hologramas, no suena tan nerd como podía hacerlo entonces.

La banda surgió como una extraña mezcla entre infantilismo, crítica sociopolítica en plan iceberg –solo se ve la punta pero hay mucho debajo– y sonidos tan variados que, ¡Dios sea loado!, se escuchaban novedosos y originales. Llegaron, rompieron el panorama con sus risas inquietantes y su frontman y artífice, Damon Albarn, más que conocido por ser vocalista de Blur, ese grupo que lo petaba en el “SingStar Vol. 2” con “Song 2”, dejó atrás los estribillos de canguro saltarín por el movimiento pendular del trip hop, el dub, el britpop, el rock, el punk, lo progresivo, lo psicodélico… En fin, que la música de Gorillaz tiene tantos ingredientes que parece cocinada en El Bulli.

Pero, Galo, ¿si te pones a hablar de esto a qué coño venía lo de las colaboraciones? Sí, sí, ya va… Toda esa intro tenía un leitmotiv, no se crea nadie que le estoy tomando el pelo. En esencia, Gorillaz es una banda de colaboraciones. Los miembros van y vienen como en una after party dejando a Albarn como único integrante inmutable. Bueno, a Albarn y a los cuatro componentes ficticios: Murdoc Niccals, Noodle, 2-D y Russel Hobbs, protas de todas las piezas que conforman el universo audiovisual de la banda. Pero no contentos con eso, a pesar de las idas y venidas, Gorillaz no abandonan, con sagrada pleitesía, el comando feat. Así se demuestra una vez más en su nueva performance: “Cracker Island”.

Manteniendo la línea espiritual de su anterior trabajo, “Song Machine. Season One” (2020), el nuevo disco de Gorillaz es, en conjunto, un intento de reconducir a la formación hacia una nueva era, siguiendo la línea de esa experiencia mucho más íntima por la que se arrastra desde “The Now Now” (2018). El caso es que “Cracker Island” mantiene su flow synthpop polivalente; planeando desde ángulos lánguidos y displicentes hasta joviales y animosos.

Entrando en materia, como en todos los trabajos de Gorillaz existe un argumento. En “Cracker Island” la chupipandi animada forma parte de una especie de secta altamente inspirada en las resonancias obsesivas de la redes sociales y la creciente individualidad digital. Algo un poco paradójico viniendo de un grupo esencialmente virtual. Pero ya sabemos lo de moda que está criticar las redes desde las redes.

En cuanto a las canciones del álbum, estas varían desde constantes camuflajes histriónicos de funk electrónico –Cracker Island, en la que Thundercat hace una intervención demorada de su bajo, rota con el descorche de la ya significativa voz robótica de Albarn– hasta armonías suaves y desgarradoras, sosegadas, emocionantes, como las de “Possession Island”, en colaboración con Beck, que recuerda a rabiar al “Hallelujah” de Leonard Cohen pero interpretado por John Cale. Otras, como “Baby Queen”, exigen más trabajo de entrada en el onírico universo de la banda, como ocurre en varios intervalos de “New Gold”, la esperada colaboración con Tame Impala, que acumula partes a salto de mata, pasando de una cosa a otra de manera un poco díscola y rematando con un clímax EDM. Pero si hay un featuring que se ha llevado la palma, ese es sin duda el de “Tormenta”. Que Gorillaz se haya enrolado en el mismo barco musical que Bad Bunny –claramente gobernado por el de Puerto Rico– ha puesto a más de uno a tirarse de los pelos. Muchos creen que Albarn y los suyos mean contra el viento cediendo a ese riddim reguetonero cuando, a decir verdad, lo hacen a su favor. Si Run DMC y Aerosmith amalgamaron hip hop y rock, ¿por qué no una colaboración entre Bad Bunny y Gorillaz para hacer una aleación de ambos sonidos? Además, por la parte española que nos toca, todo lo que sea apostar por la difusión internacional del castellano, aunque no nos mate la música, debería hacernos positivamente tilín.

Seguro habrá quien piense que, tantos años después, se le ha pasado el arroz a está happy-cool-descarga-electrónica que ahora incluye a los artistas favoritos de sus sobrinos. Pero también habrá sobrinos que se hagan fans de la banda gracias a ello. Personalmente, me sigo decantando por aquellas primeras canciones de aparición tan genuina y descarada. Pero el ambicioso esfuerzo por la novedad que se ha marcado Gorillaz en cada álbum –siendo este tal vez el más arriesgado– resulta encomiable más allá de los gustos. ∎

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