Cómic

Susumu Higa

OkinawaNorma, 2025

Okinawa es el nombre de un archipiélago en el mar del Sur de China, que funcionó como un reino de marineros y comerciantes durante siglos hasta ser finalmente anexionado a finales del siglo XIX por Japón. Décadas después de esta operación, sufrió una batalla especialmente cruenta a causa de la invasión del ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, que continuó ocupando las islas hasta 1972 y que mantiene ahí más de 30 bases militares, el 70% de su presencia total en territorio japonés.

“Okinawa”, el manga de Susumu Higa (Naha, Okinawa, 1953) que nos llega ahora de la mano de Norma con traducción de Marc Bernabé, plantea un acercamiento caleidoscópico y humano a la relación de los okinawenses como él con su propia nación, la nación invasora, su tierra y su pasado. El volumen, que recopila historias previamente publicadas en la revista de seinen ‘Big Comic’, se divide en dos partes bien diferenciadas: “La espada de arena” (1992-1995), viñetas de la propia guerra, basadas en historias familiares y demás relatos en primera persona, y “Mabui” (1996-2000, que vendría a significar un concepto similar a “alma” aunque más amplio semánticamente), donde, partiendo con frecuencia de las propias noticias del periódico, accedemos al impacto de la presencia de las bases militares durante los años noventa.

Higa recuerda que su madre solo decía una cosa acerca de la batalla de Okinawa: “La guerra es sucia”. Durante la primera parte del cómic queda claro hasta qué punto hicieron mella estas palabras en la mente del mangaka, que hila una serie caótica y dramática de microrrelatos en los que gente de a pie se ve envuelta en un conflicto que ni les va ni les viene. Son relatos de desertores, de supervivencia, en los que el ejército japonés se muestra como una maquinaria bárbara capaz de arrasar todo el archipiélago si con ello consigue evitar que los invasores se hagan con él.

https://assets.primaverasound.com/psweb/z1mx5syk8kv8jgc1caut_1759745324985.jpg

El dibujo, de una línea extremadamente sencilla a la hora de retratar a los humanos, se recrea cuando toca plasmar los tanques, los aviones, las explosiones, pero no hay atisbo de sordidez en ninguna parte, tan solo la serenidad y el humanismo de quien comprende que, como decían en “La regla del juego” (Jean Renoir, 1939), todo el mundo tiene sus razones; ante el horror de la guerra los rostros se confunden, el enemigo puede convertirse rápidamente en un amigo, el inmenso trauma conforma una nueva forma de relacionarse.

Aún más interesante me ha resultado la segunda parte, “Mabui”, en la que se explora hasta qué punto la ocupación estadounidense ha generado una serie de heridas difícilmente sanables, empezando por una sumisión económica absoluta. La amplísima presencia militar en el archipiélago supone la entrada masiva de capital en una zona principalmente agrícola, envejecida y muy alejada de los grandes núcleos poblacionales. Los terratenientes más afortunados reciben una compensación por el uso de sus tierras y los mejores estudiantes pueden aspirar a puestos de trabajo de condiciones envidiables dentro de las bases, pero a cambio sufren diversas molestias, ruidos y accidentes, por no hablar de problemas más espirituales relacionados con los antepasados y las tradiciones de la zona, de gran importancia en estas páginas.

Partiendo con mucha frecuencia de situaciones que el autor ha leído en los periódicos –una pareja de agricultores que rescata a un piloto herido, un viejo soldado estadounidense vuelve a Okinawa a reunirse con los niños a quienes enseñó a jugar al béisbol–, se va desarrollando una auténtica dialéctica ante el acuciante problema de la presencia de las bases.

Sabemos que el imperialismo tiene muchas formas y está lejos de ser cosa del pasado. En las páginas de “Okinawa” lo vemos de forma manifiesta, sin rastro de maniqueísmo ni afán sensacionalista, en su dimensión histórica pero, sobre todo, en su dimensión costumbrista, pequeña y humana. ∎

Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados