Serie

The Curse

Nathan Fielder & Benny Safdie(T1, SkyShowtime)
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Hoy nos toca hablar, vaya por delante, de la serie de televisión más incómoda de los últimos tiempos. Ese es el primer objetivo de “The Curse” (2023; en España, estrenada el 5 de enero de 2024) y uno que logra con creces. En su colaboración con Benny Safdie –“Good Time” (2017), “Diamantes en bruto” (2019)–, el canadiense Nathan Fielder deja atrás toda presunción de rebajar con emotividad o pequeños momentos tiernos las neurosis con las que diagnostica nuestro tiempo –ese señalamiento siempre atinado del absurdo que estructura, capitalismo y espectáculo mediante, nuestras vidas, que también caracterizaba “Nathan For You” (2013-2017) y “Los ensayos” (2022)–. La serie de Showtime requiere del espectador una resistencia insólita a la frustración: es una de sus formas de romper con la convención televisiva que caracterizó, pese a todas sus virtudes, la era de las series de prestigio, que implicaba sumisión y servicio a los deseos de la audiencia.

“The Curse” viene a recordarnos, casi a martillazos, que ese tiempo ya pasó: que lo que impera ahora es el consumo desenfrenado de “historias” casi a cualquier precio, y que la ficción, la docuficción, el documental o la telerrealidad necesitan, para su subsistencia, de una explotación constante de la realidad y de la vida. Si en los trabajos anteriores de Fielder esto se hacía patente por la vía de la megalomanía y su autocomentario simultáneo, nunca fue tan radical como en su primera serie ficcional: frente al clasicismo de la tele de prestigio, “The Curse” instaura, siguiendo a la pionera “Twin Peaks. The Return” (Mark Frost y David Lynch, 2017), una tradición modernista de ruptura de las formas y las estructuras de sentido. Lo que el espectador espera nunca llega: no nos encontramos frente a una narrativa lineal que poco a poco se revela, sino ante un artefacto que postula el enrevesamiento como fin.

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Esto no significa que la serie no tenga nada que decir, sino todo lo contrario: parte de su magia –quede claro, si no lo ha hecho todavía, que es un visionado imprescindible– es su insistencia en obligarnos a seguir mirando pese a los deseos viscerales de apartar la vista. Entremos, entonces, en materia: “The Curse” sigue a Whitney (Emma Stone) y Asher (Nathan Fielder) Siegel, un matrimonio en vías de desarrollar un proyecto urbanístico de carácter holístico y sostenible en la localidad de Española, Nuevo México, una zona mayoritariamente habitada por población nativa americana e hispana con bajo poder adquisitivo. Donde los medios de comunicación y la clase media blanca ven un espacio marginal y conflictivo, Whitney –heredera avergonzada de un imperio inmobiliario buitre– ve una oportunidad empresarial e identitaria. Representante encarnada de todos los valores del nuevo capitalismo “consciente”, ese oxímoron que pretende conciliar la idea de mercado –creador y perpetrador de las brechas de clase– con principios éticos de igualdad, sostenibilidad o antirracismo, ella concentra, en sí misma, la paranoia dominante de nuestro siglo: el miedo a la cancelación y los mecanismos, intelectuales y prácticos, que este miedo despliega.

El leitmotiv más evidente de “The Curse”, que en ocasiones torna en serie de terror (un terror hecho de gestos, desasosiego y vacío), son los reflejos deformados: solo vemos a sus personajes a través de superficies reflectantes, pantallas o cristales; siempre hay algo que distorsiona nuestra percepción e impone distancia, hasta el punto de que mucha gente en reddit o en foros pensaba, al comenzar la serie, que el “giro final” se iba a tratar de alguna especie de cámara oculta. Desde las propias casas pasivas que Whitney ha diseñado para integrarse con su entorno (con un resultado incompleto e inquietante) hasta las lentes y los artefactos que intermedian con los personajes, que quieren poner en marcha su propio reality de reformas (primero titulado “Flip-lantrophy”, luego “Green Queen”), todo contribuye al ocultamiento del fondo: ¿quiénes son, realmente, estas dos personas?, ¿hay detrás de la imagen algo genuino que merezca la pena salvar?

Esa es la pregunta que “The Curse” responde solo a medias. Al análisis de estos personajes que pretenden gentrificar sin gentrificar, hacer arte sin hacerlo, ser felices sin serlo, no es posible aplicar nociones clásicas de “desarrollo” que presuponen una interioridad: pura superficie, no son otra cosa que reflejos deformados de la condición de nuestro tiempo, que en el caso de Asher sí acaba por tornarse trágica; Whitney tiene algo que ganar, él trabaja para que Whitney gane. Insoportablemente cínica en su interpretación de nuestra relación con la espiritualidad –es clave para la interpretación de la serie el concepto judío de mitzvah, buena obra, y su malentendimiento por parte de Whitney– y con las buenas intenciones, lo que plantea la serie es, también, una nueva forma de existencialismo: mucho más cruel, la que nos merecemos.

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Es posible también encontrar, dispersos en “The Curse”, algunos elementos biográficos de sus creadores: el cuestionamiento de Fielder comienza, como siempre, por sí mismo, y elementos de su trabajo, el desmoronamiento de su matrimonio o el gag recurrente del tamaño de su pene introducen cierto componente de autoficción masoquista en esta sátira que, parecen proponer los creadores, nos alude a todos. Lo mismo sucede con Benny Safdie en el papel de cineasta maldito y brutal, a quien no le queda lejos todo este periplo del empresario bienintencionado: el primo de Safdie, Don Charney, es el fundador y CEO de American Apparel, empresa que, aparentemente, tenía una política laxa relacionada con el robo similar a la que Whitney pone en práctica en uno de los capítulos.

El final, que ha dividido a los críticos y aquí consideramos magistral –como imagen cómica, como culminación del pathos de la serie y como lazo final a su propuesta, intrínsecamente imposible de atar o de cerrar–, es el único posible para esta reflexión sobre una sociedad ensimismada y abocada al desastre ecológico y moral total, asemejable a la imagen de un globo que, cuando ya ha alcanzado su crecimiento máximo, simplemente se pincha y sale volando. El aparente centro de la serie, que no tiene centro realmente, es la obsesión de Asher con una maldición que no existe y que tampoco es capaz de enseñarle nada; cumplida su función vital, que es la sumisión y el servicio al proyecto narcisista de su esposa, el personaje comienza, lentamente, a desaparecer. Ese es el existencialismo de nuestro siglo: no el laberinto burocrático kafkiano, ni la institución que aplastaba a un individuo impotente, sino nuestra entrega, consciente y patética, a esos reflejos cuya acumulación arrasa con todo lo genuino. No nuestra propia transformación monstruosa, sino la de cualquier ideal noble (el amor, la bondad) en un perverso chiste del que nadie se ríe. ∎

Extraña maldición.
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