Serie

The Bear

Christopher Storer(T2, Disney+)
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“The Bear” (2022-) me induce a una confrontación interna. Por un lado, me estimula, azuza mi hambre de originalidad y alcanza a zambullirme en sus idiosincráticos fogones de poscapitalismo traumático. Por otro, es la serie más jodidamente neoliberal que me he tragado en la vida. ¡En serio! Es como si el Destino manifiesto de un superhombre del spaghetti wéstern se mezclara con la ansiedad espídica de un bróker abstemio y me lo emplatasen sobre una vichyssoise de griterío, clase media aspiracional, dudas y obsesiones empresariales.

Eso no quita, como digo, que avive una inefable simpatía, casi una devoción. Desde la primera temporada le digo “¡Chef!” a mi novia cuando tenemos bulla, y si voy a chocarme con alguien por la calle grito: “¡Por detrás!”. Lo cual, confieso, me ha llevado a no pocas confrontaciones y, paseando por Chueca, a alguna que otra mirada lasciva…

Entrando en lo que ha supuesto la segunda temporada de este menú de placebo-cocainómanos (pues nadie le reza el evangelio a la Diosa Blanca, que sepamos), lo primero es reverenciar al creador Christopher Storer y a la showrunner y coguionista Joanna Calo. Cualquiera hubiera dejado zanjada la historia con la emotiva sorpresa escondida en el último capítulo de la anterior temporada (no destriparé nada, por si las flies), pero el dúo de creadores ha sabido emulsionar de nuevo la mayonesa y no se les ha cortado. ¿Hay algún tropezón gelatinoso? Claro. Pero la perfección es tan indigesta como el chasco total.

El formato ha cambiado un poco. El foco no está tanto en lo que sucede en el restaurante como en el desarrollo particular de los personajes fuera de él. Peña que antes curraba para vivir de pronto no piensa en otra cosa que en vivir para currar. Ahora bien, lo hacen con el fabuloso traje artístico de sentirse, por fin, ¡alguien! Su identidad, antes marcada por su barrio, su forma de hablar y el flow macarra desencantado del Chicago-mal, ahora está auspiciada por el carisma de la haute cuisine.

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Admito, eso sí, que en vista de cómo me flipan las “transformaciones” (dame un tío de 300 kilos que se ponga en 90 en cosa de dos meses, por favor), la segunda temporada de “The Bear” me pone. Y al igual que los personajes mutan, se profesionalizan y encuentran su senda –como Richie (Ebon Moss-Bachrach), que en el séptimo episodio tiene para mí el mejor arco de la temporada–, las relaciones entre currelas se atemperan como un buen borgoña. Oxigenadas, de pronto, respecto a la primera temporada, da gusto saber que no todo van a ser tartazos, por mucho que sean pavlovas de diseño. Otros aperitivos sí que salen más acorchados…

El tintorro sabe un poco a plastilina al tratar las paranoias posesivas de Sydney (Ayo Edebiri), pero sobre todo el sindiós familiar que recorre a Carmy (Jeremy Allen White). Especialmente con su vieja (Jamie Lee Curtis)… Quienes hemos tenido madres difíciles sabemos que es un culo de tamaño Kardashian bregar con progenitoras de armas tomar. Cuando no, directamente, de antipsicóticos. Eso condiciona gran parte de nuestra existencia. Sobre todo los barros en los que nos rebozamos como tocinetes felices, incapaces de hacer nada más. Nuestro equilibrio, nuestra salud mental, se encuentra y relaja en mitad de una tempestad bíblica y, si las aguas se templan, nos tiramos del pubis hasta hacernos la brasileña. Lo mismo le sucede a Carmy. Y por eso el chaval no ha pisado una fiesta en su vida. Y por eso es un obseso de ordenar el caos, sintiendo su hogar únicamente en ese desastre sobrevivido por los pelos del que, al mismo tiempo, tiene la necesidad de escapar. El episodio sexto, una histérica maravilla televisiva, da fe de lo que hablo.

Pero si tengo que sacarle un gran tropezón gomoso y malo a la temporada es sin duda la historia de amor entre los personajes de Carmy y Claire (Molly Gordon). Me parece la excusa más churrera para motivar el sacrificio frente al bienestar, todo ello rodeado de moñadas indies que producen diabetes. El resumen de la relación viene a decir: “Saca la empresa, ¡cabrón! ¡Abandona tu esperanza de felicidad!”. Es la cosa más calvinista que pueda concentrarse en un metraje de forma indirecta. Básicamente: reza al espejismo del idilio individual porque la pasión compartida no puede conciliar con el rédito personal. Y aquí si les digo al dúo de creadores: queridos, podéis chuparla, la verdad. Porque vale que la amistad con Sydney alimenta la esperanza permitiendo que Carmy no se la rebane con un cuchillo de sushi, y por eso quizá no es imprescindible un salvavidas amoroso, pero me parece que la intervención de Claire es más sosa que unas crudités y podía haberse explotado mejor.

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Mencionada la roña, volvamos a la genialidad… Hay conversaciones sin sentido a las que se les pueden dar miles de puntos de fuga con cien posibilidades, de las que salen todas; manchas en una camisa de chef que te vienen a decir –tan fácil como la vida misma– que a veces se nos joden los planes. Mike Tyson tenía razón, todos tenemos un plan hasta que recibimos el primer golpe. Por suerte, si tienes fe y en quien confiar, la tormenta de heces puede escampar. O, como mínimo, convertirse en chirimiri. Porque ese es un puntazo de “The Bear”, la gran lección de motivarte a sacar adelante tus mierdas. De desprenderte de las rémoras mentales que te impiden salvar la faena de tus sueños. Momentos, por cierto, que están acompañados de unos cócteles musicales fantásticos con AC/DC, R.E.M. o Pearl Jam (también está Wilco, pero se lo dejamos pasar…).

En definitiva, “The Bear” es, para mí, como una chupada de MDMA. Dale un tiento… y a ver qué pasa. ¿Recomiendo un ansiolítico previo? Claro. Pero no por ello me parece esquivable. La serie –ambas temporadas de la misma– es esa sonrisa cruel que emana de la encerrona crítica del azar. La mueca de cuando sabes que todo es una broma infinita, una ironía vulgar a la que hacer frente terminará acabando contigo. Quizá, quien sabe, con un rictus de felicidad en los labios.

Bien sea para desesperar, para emocionarse o, qué leches, para avivar tus ganas de currarte las cocinillas, la recomendación del chef Galo hoy es: “The Bear”. ∎

¡A los fogones!... y más allá.
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