ace un tiempo, cuando pensaba en Italia recordaba a Guccini, a Francesco de Gregori –“Viva l’Italia”–, a Fred Buscaglione y sus amigas en la inolvidable “Nel cielo dei bars” o al Paolo Conte de “Via con me”. Pero gracias a una tal Meloni, ahora me persigue una imagen de Mussolini vociferando en un balcón. Calvo y sudoroso, con los brazos en jarras y una multitud de cretinos a sus pies, lo acompaña toda la parafernalia de los squadristi: puñales, banderas del fascio y mucha brillantina. Enseguida va a envenenar con gas mostaza a libios y etíopes con su amigo el general Graziani, un criminal que acabó sus días, a finales de los 50, como presidente de honor del MSI, el partido de Giorgio Almirante en el que se inició en la actividad política la tal Meloni.
Porque hay que respetar el resultado de las elecciones, por supuesto, pero eso no quita que la cultura política de Meloni sea el fascismo y que no sean precisos grandes artificios literarios para llamarla a ella fascista. Más de uno estará de acuerdo.
Sobre todo esos seguidores suyos que desfilan ante el mausoleo de Mussolini en Predappio saludando a la romana ante el sepulcro. Procesiones de camisas negras que recuerdan los uniformes de las milicias fascistas y pancartas con eslóganes: Onore e fedeltà (“Honor y lealtad”) o Boia chi molla (“Muerte a los cobardes”). Águilas, dagas, cruces celtas y el emblema de los fasces. Estos símbolos, teóricamente perseguidos, se exhiben allí abierta y ostensiblemente.
Porque en Italia está prohibido el enaltecimiento del fascismo, pero eso no importa demasiado a los comerciantes de ese pueblo, que venden todo tipo de quincalla nostálgica: llaveros, coffee mugs con la imagen del Duce, insignias de los arditi…. Ni a las autoridades complacientes con la pequeña industria de la necrofilia. En una fotografía reciente, uno de los peregrinos lleva un cartel con un lema: Gli hanno sparato, ma non sono riusciti a ucciderlo (“Le dispararon, pero no consiguieron matarlo”).
A la vista de lo que está ocurriendo últimamente en Europa, parece que al fascista del cartel no le falta razón.
Como tampoco le falta a Antonio Scurati cuando en el primer tomo de su monumental biografía de Mussolini –“M. El hijo del siglo” (2018; Alfaguara, 2020)– lo describe después de la toma del poder de la que ahora se cumplen 100 años. Solo en su escaño de un parlamento deshonrado y suicida, taciturno y vengativo, poco antes de asesinar a Matteotti y lejos aún del abrazo mortal con Hitler, su ejecución por los partisanos y la vejación pública de su cadáver, único final feliz de esa historia de gánsteres con camisa negra.
Meloni, sin embargo, es tan solo la última manifestación de un fenómeno cada vez más presente: los homenajes a los monstruos en todo el continente. Tumbas y lugares conmemorativos que siguen ejerciendo una oscura fascinación y dan fe de que el pasado sangriento del siglo XX europeo resucita como Drácula cuando lo creemos olvidado, como si la derrota de 1945 no hubiera supuesto un definitivo punto final.
Por eso Mussolini conserva una buena sepultura y sus nostálgicos se hacen con el poder. Por eso, en España, todavía hay quien sostiene que había que mantener la tumba de Franco en el Valle de los Caídos, con una orden monástica y misas en su honor en ese mausoleo excesivo cuyos ángeles de piedra tanto recuerdan a personajes de “Assassin’s Creed”.
Solo en Alemania se ajustaron mejor las cuentas con el pasado. Cuando acabó la guerra fueron los Aliados quienes se ocuparon de los monumentos nazis –los dinamitaron– y de los cadáveres de los jerarcas, destruidos u ocultos en tumbas anónimas para evitar que se convirtieran en centros de peregrinación para pervertidos. En el tratamiento del cuerpo de Hitler por los soviéticos tan solo faltó alguna invocación al Maligno y el dibujo de un pentagrama. Los restos fueron quemados con gasolina, objeto de sucesivos entierros en rincones del bosque y, después, exportados a la sede del NKVD en Moscú. Se dice que aún queda una mandíbula dando vueltas por ahí a la que, francamente, he perdido la pista.
Ni siquiera el lugar de su muerte, el búnker de la Cancillería, podía permanecer en pie. Se arrasó lo que quedaba y se construyeron encima unos anodinos bloques de apartamentos y un parking. Tan solo un cartel de dimensiones discretas recuerda qué hubo allí y lo que representaba. Bien mirado, el resultado casi es más inquietante que el de la cripta de Mussolini: no está Hitler, pero ese vacío lo ocupa algo ominoso, tan siniestro como cualquier estatua del monstruo.
Y tan amenazador como nuestro presente. ∎