España, principios de los noventa. Hormigueo indie, candor pop. Taquicardias y sintetizadores. Distorsión a chorro para barrer la mugre agarrada de los ochenta, para desescombrar los restos de la movida, y un batallón de bandas emergentes calentando en el subsuelo. El Inquilino Comunista, Cancer Moon, Los Planetas, Penelope Trip. También en el norte, a pie de playa y lamido por el mar Cantábrico, el recién nacido Donosti Sound, aunque nadie lo llama así. No todavía. Eso llegará más tarde, cuando el periodista Ricardo Aldarondo cartografía la escena para Rockdelux en mayo de 1994 y la etiqueta cobra vida propia. “El término ‘Donosti Sound’ aplicado a la generación de Family, Le Mans y La Buena Vida salió por primera vez en mi artículo de Rockdelux y es un error o una anomalía porque nadie en San Sebastián llamaba así a esos grupos”, explicaría años más tarde el crítico musical y cinematográfico.
La magia y el misterio, esa nebulosa perpetua desde que se perpetró y alumbró “Un soplo en el corazón”, son, sin duda, parte esencial e indisociable de un disco que empezó a cocinarse a fuego lento, lentísimo, a mediados de los ochenta, cuando Aramburu y Gametxogoikoetxea pusieron en marcha La Insidia. En el menú, Eyeless In Gaza, Joy Division y, sobre todo, Décima Víctima. Una docena de conciertos, casi todos en Donosti, y unas canciones como “Mientras dure la lluvia”, “Pequeño diablo” y “Hace mil inviernos” que acabaron sepultadas por el paso del tiempo y perdidas en maquetas oscuras y esqueléticas.
Y sobre el escenario, pistas de lo que acabaría siendo, años más tarde, Family. “La voz de Javi se eleva y en lo alto descuelga al azar el lirismo que sostiene su guitarra acústica. El bajo de Iñaki es el que da fuerza instrumental sin dejar de radiar melodías rítmicas. Sueños que tiemblan entre el candor infantil y los miedos, huidas disfrazadas de insectos, zorros, ciervos”, podía leerse en la crónica sobre la actuación de La Insidia en la presentación del fanzine ‘Imagen Pública’ publicada en las páginas de ‘Muskaria’ en abril-mayo de 1985. A su lado, probablemente la entrevista más extensa que haya concedido Aramburu en las últimas cuatro décadas. También ahí, algunas pistas de lo que vendría. “Queremos llevar la vida de siempre sin que se nos coma la música. Tampoco nos agrada ese mundillo y cómo se mueve, no nos apetece salir para sonreír aquí y allá”, diría el donostiarra.
A finales de los ochenta La Insidia –en cuya segunda etapa, entre 1986 y 1988, estuvo Ricardo Aldarondo “como guitarrista, también caja de ritmos, en algunas canciones órgano o melódica, y además cocompositor”, según afirma él mismo– pasó a mejor vida; Aramburu y Gametxogoikoetxea se compraron un teclado con secuenciador y empezaron a componer mano a mano las canciones de lo que, ahora sí, sería “Un soplo en el corazón”. El año es 1989 y Family no son aún Family, sino El Joven Lagarto, pero la materia prima, lo que contiene la maqueta casera que grabarán en octubre de 1991 en un multipistas Yamaha MT3X, es prácticamente la misma que saldrá de los estudios Vulcano un par de años después. Aviadores, volcanes y estrellas plateadas. Glaciares y bosques polares. El bajo como toma de tierra y la voz de Aramburu inyectando intriga y emoción. El pulso firme del sintetizador y el espacio vacío para esos delicados riffs de guitarra que enriquecerían la mezcla final. New Order, Pet Shop Boys y Momus. Llegaban “El bello verano”, “Al otro lado’, “La noche inventada” y “Portugal” y nacía con ellas la más brillante de las estrellas fugaces.
“Ibon Errazkin me mandó la maqueta de El Joven Lagarto, Montse Santalla y yo estábamos empezando a salir juntos y era nuestra banda sonora de cada día. Nos encantaba, su voz nos recordaba tanto a Décima Víctima y tenía unas letras y unas melodías tan increíbles”, explicó en su día Luis Calvo, fundador y director de Elefant, selló que publicó el disco en 1994. Alaska y Nacho Canut también se hicieron con una de aquellas maquetas que Aramburu y Gametxogoikoetxea repartieron tras su primer concierto en una fiesta del fanzine ‘Stamp’, y tanto les gustó que, además de compartir con ellos una versión de “El signo de la cruz” de Décima Víctima en un flexidisc de 1992 e invitarlos a telonear a Fangoria en la sala Morocco de Madrid, les prestaron sus estudios Vulcano para grabar “Un soplo en el corazón” en abril de 1993.
El trabajo ya estaba prácticamente hecho, pero faltaba algo: transformar aquellas primeras encarnaciones sintéticas y algo robóticas de “Carlos baila”, “Como un aviador” y “Nadadora” en deslumbrante magia electrónica y elegantes pináculos de pop romántico. Se añadieron guitarras, el bajo ganó presencia y se consumó la unión de lo humano y lo mecánico. A los controles, Rodrigo Silva Ramos y “casi” Alejo Alberdi, quien intentó producir el disco sin demasiado éxito: Aramburu y Gametxogoikoetxea tenían tan claro cómo querían que fuese “Un soplo en el corazón” que se cerraron en banda a cualquier injerencia externa. Mejor así, claro.“Era como lo quería Javier Aramburu. Yo creo que lo grabó dos veces o algo así. Y todo sonó como él quería y como tenía que ser”, desveló Nacho Canut en una entrevista de 2019.
Comparado con el filme “Arrebato” (1979) de Iván Zulueta por lo que tiene de cuerpo extraño e irrepetible, de estallido creativo engullido por una mezcla de malditismo y culto esquivo, “Un soplo en el corazón” bien podría entenderse como un disco de iniciación; un viaje del amor al desamor y de la juventud a la edad adulta que, de “La noche inventada” a “Martín se ha ido para siempre”, certifica la pérdida de la inocencia, con todo lo que ello conlleva. Nostalgia, cicatrices y corazones que se inflaman y desmenuzan con pasmosa facilidad. El viaje como escapatoria, el bosque como refugio. El brillo del verano y la melancolía de los rascacielos. “Más de una vez te he querido abrazar / Por temor a perderte después”, resume Aramburu en “Como un aviador”.
Pero, además del qué y el cómo, con “Un soplo en el corazón” fue especialmente relevante el cuándo. El momento exacto en que tocó tierra. Porque mientras en otras latitudes se deshojaba la margarita idiomática del indie sin saber muy bien si esconderse en inglés o balbucear en castellano, el debut de Family mostró a toda una generación de indecisos que el pop en castellano no solo podía sonar bien, sino que además podía ser romántico, arrebatado, melancólico y lo suficientemente hábil como para tontear con la cursilería sin darse de bruces con ella. “No es lo mismo decir ‘I love you’ que ‘te quiero’. Y en España hay mucha vergüenza a la hora de decir ‘te quiero’. Si algo importante hizo Family con sus letras fue eliminar ese prejuicio. Ese disco, en esa época y en un país como España, es más punk que el que sacaron Extremoduro ese año. Lo lógico es que con esas canciones todo el mundo se les hubiera echado encima”, explica Luis Calvo en las páginas del “Pequeño circo. Historia oral del indie español” (Contra, 2015) de Nando Cruz.
“El amor y la evasión son los hilos fundamentales del álbum y probablemente los dos aspectos más trillados por la cultura pop. Family los reinventa con una perspectiva personal desarmante: arriesgan en las metáforas hasta el límite, caminan constantemente en la cuerda floja sin llegar a caer en lo hortera o lo cursi, intrigan e incitan a que el oyente penetre en los surcos”, escribió David Saavedra en su reseña del disco para el especial 20 aniversario de Rockdelux de noviembre de 2004. El propio Aramburu, desaparecido para la vida pública y prácticamente inédito en declaraciones y entrevistas, abonó la tesis en unos rarísimos entrecomillados recogidos por Ricardo Aldarondo en el informe Donosti Sound aparecido en Rockdelux en mayo de 1994. “No creo que las canciones sean infantiles. No van por ahí los tiros, en absoluto. Creo que se puede hacer un disco de pop y amor sin caer en los tópicos y sin que tenga nada que ver con otros discos de pop y de amor llenos de evidencias. Las evidencias me espantan, y se trata de intentar ver un poco más allá. Corcobado, por ejemplo, me parece uno de los mejores escritores de amor de España. Y me sorprende que, por encima de las apariencias, a él le hayan interesado nuestras canciones”.
Claro que también hubo quien recibió todo aquello como un ardor de estómago posadolescente; una exaltación poética algo párvula que flirteaba con el cataclismo lírico.“Family nos gustaba, pero las letras nos daban risa”, confesó Genís Segarra en 2006, cuando Kiko Amat entrevistó a Astrud para el suplemento ‘Culturas’ de ‘La Vanguardia’. “Escribir ‘empapado en poesía sigue el camino de Kerouac’ simplemente no puede ser. O ‘infinitos abedules de hermosura incomparable’. Son letras de pregonero. Y, sin embargo, crearon ese consenso absurdo que ponía el disco como referencia definitoria del pop en español. Y ese consenso se hizo realidad”, añadió Manolo Martínez en la misma conversación.
El consenso, es cierto, tiene algo de sospechoso, pero nadie sobrevive durante tres décadas con un par de fotos promocionales y media hora pelada de música si no atesora algo realmente especial. Y no hay duda de que Family lo tenía. A modo de inventario, “Un soplo en el corazón” fue, además de mejor disco de 1994 para Rockdelux –empatado, eso sí, con “Moor Room” (Radiation, 1994), de Cancer Moon–, décimo disco de aquel año para ‘Mondosonoro’, mejor disco de la década para Rockdelux y la difunta ‘AB’ y tercer mejor disco de la década para el también desaparecido ‘El País de las Tentaciones’.
El disco de Family es, de hecho, una de las pocas constantes que se repiten en todos los listados de lo mejor del año, la década o el siglo que se han venido elaborando en esta casa en los últimos treinta años. Así, mientras que el mejor disco internacional de los noventa, el “Blue Lines” (Wild Bunch-Circa-Virgin, 1991) de Massive Attack, se despeñó al puesto número 200 en el inventario de los mejores discos internacionales del siglo XX (RDL 200; octubre de 2002), “Un soplo en el corazón” aguantó el tipo a la hora de medirse con los mejores discos nacionales del siglo XX (RDL 223, noviembre de 2004): puesto 16 de 100 y solo dos discos de los noventa por delante: “Omega” (El Europeo, 1996), de Enrique Morente & Lagartija Nick, y “No sólo de rumba vive el hombre” (Ariola-BMG, 1992), de Albert Pla.
Con el disco en la calle y la banda desaparecida (sacaron el álbum y ya no quisieron tocar más), llegó la hora del mito. Y del culto.“¿Pasó tanto?”, se preguntaba Teresa Iturrioz (Le Mans, Single) en las páginas de “Pequeño circo”. “Es un disco del que se habló bien, tocaron un poquito y ya está. Lo de Family es una leyenda que se ha ido forjando a lo largo de los años”. Se llegó a especular con un segundo disco que, “Space Oddity” style, Aramburu habría planeado a modo de diario de a bordo de un astronauta y Calvo asegura que incluso le llegó a tocar una de esas canciones con la guitarra, pero de la dupla Aramburu-Gametxogoikoetxea nunca más se supo. Cerraron las luces y bajaron la persiana. Unos dicen que les pudo la presión. Otros que, viviendo el uno en Madrid y el otro en Donosti, la logística para ensayar cada vez era más infernal.