on sus emotivas canciones, Joan Manuel Serrat ha sido la banda sonora de varias generaciones de aficionados a la música en circunstancias sociales y políticas muy diversas, tanto en España (dictadura mediante y advenimiento de la democracia) como en Latinoamérica, donde, como es sabido, los buenos letristas son considerados ídolos de masas; allí se convirtió en un referente mayúsculo gracias a sus composiciones y a sus sucesivas giras, por supuesto, pero también debido a su talante y a sus manifestaciones en favor de la libertad (más dictaduras y advenimientos de la democracia).
Recientemente, en febrero de 2022, cuando se le impuso la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio en una muestra oficial de respeto institucional a la cultura y sus valores ilustrados, el Gobierno de España dijo que “sus canciones han pretendido siempre contribuir a la tolerancia dentro de la sociedad” y han inspirado “la convivencia, la libertad y el amor por el arte y la cultura de cientos de miles de personas”. Curiosamente, Serrat ha sido víctima de las críticas de los sectores más obtusos del independentismo catalán por declararse no nacionalista y estar en contra del procés. Cosas veredes…
Porque Serrat fue grande tanto en catalán como en castellano, alcanzando un grado superlativo en los dos idiomas, hazaña en absoluto menor y, por supuesto, nada frecuente. De hecho, no hay ningún otro compositor en el mundo que haya brillado tanto, tan alto, en dos lenguas diferentes. Haciendo un repaso somero entre algunos de los grandes, ni los guiños en francés en algunas de las tonadas de un Leonard Cohen anglófilo, ni el álbum que grabó Rubén Blades en inglés –“Nothing But The Truth” (1988)–, ni los tres discos de Sisa que publicó en castellano como Ricardo Solfa (o el que hizo como El Viajante), ni las incursiones en gallego de Amancio Prada pueden competir en el cuerpo a cuerpo con la incontestable obra de un Serrat extensamente sembrado en las dos lenguas. Es, sin duda, uno de los cantautores más importantes del último medio siglo a nivel universal, como demuestra un cancionero que, sobre todo en las décadas de los 60 y 70 y principios de los 80, suena inconmensurablemente brillante (dejemos de lado los arreglos, a veces laietanos, otras veces mainstream, de muchas de sus temas, sobre todo a partir de los 80, desprovistos ya de la furibunda orquestación de su época de gloria).
Arrancar el último baile, el pasado 23 de diciembre, con “Temps era temps” (1980), con su gran precisión de frases cortas llenas de sugerencias infalibles, las que describen a la perfección, y con ternura, la brutal España de la posguerra, fue jugar sobre seguro. Ejemplar documental, riguroso manifiesto periodístico que fotografía en blanco y negro unos años que marcaron a fuego a todos los que los vivieron: “Temps era temps / que més que bons o dolents / eren els meus i han estat els únics” (“Tiempo era tiempo / más que buenos o malos, eran los míos y han sido los únicos”).
Tras esta demostración de poder, llegó su declaración oficial ante todos: “Solemnemente proclamo mi despedida por voluntad propia”, dijo satisfecho (por cierto, mirada ladeada, muy pendiente del teleprónter en sus intervenciones y para seguir algunas de las letras durante todo el espectáculo). Y ahí empezó la verdadera selección de las canciones designadas para su última cita con su público. Podían haber sido otras (decenas de ellas, supremas: “Romance de Curro ‘El Palmo’”, “Lucía”, “Señora”, “Tu nombre me sabe a yerba”, “La mujer que yo quiero”, etcétera, etcétera, etcétera… títulos que incorporó a su repertorio en otros conciertos), pero definitivamente fueron estas doce en catalán y diez en castellano que ahora comentaremos las elegidas para poner broche a su gran noche final. ¿Acierto o desacierto? Veamos.
La segunda en sonar fue la hermosa e inquietante “Cançó de bressol” (1967), con su intro de copla trascendental: “Por la mañana, rocío. Al mediodía, calor. Por la tarde, los mosquitos. No quiero ser labrador”. El fantasma de la Guerra Civil –“Cançó de bressol que llavors ja em parlava / del meu avi que dorm en el fons d’un barranc” (“Canción de cuna que entonces ya me hablaba / de mi abuelo que duerme en el fondo de un barranco”)– y sus consecuencias en una letra que es un claro homenaje a los orígenes aragoneses de su madre, Ángeles. Siguió el tono confesional con “El carrusel del Furo” (1975), guiño a ese abuelo que no conoció –el que fue asesinado en la Guerra Civil–, pero al que en su imaginación convirtió en feriante: pasodoble de felicidad.
“Pueblo blanco” (1971), desoladora estampa de la España rural sin solución de continuidad, fue otra muestra del esplendor narrativo de un Serrat capaz de descripciones con escalpelo tan certeras como dolientes, de un pesar vital incontestable, a lo chansonnier francés en estado de gracia.
En “Seria fantàstic” (1984), idealista balada de buenos propósitos que hace del lenguaje coloquial su modus operandi, tomó partido por los desheredados y los perdedores en otra muestra de sus dosis de humanismo.
A continuación, “M’en vaig a peu” (1966), pletórico himno-despedida de tonos tristes y trovadorescos que nos retrotrajeron justo al inicio de su carrera: cuánto talento. Por su parte, “No hago otra cosa que pensar en ti” (1981), ya enfilando los 80, utilizó lo cotidiano como recurso normativo infalible: simple y original; lenguaje directo entre circunloquios metacompositivos que, aparentemente, sobrevuelan la nada para, formalmente, conseguir el todo.
“Algo personal” (1983) continúa siendo una revancha sarcástica a ritmo de charlestón. El hombre que sufrió veto televisivo tras su affaire eurovisivo por querer cantar en catalán en el festival, que vivió en el exilio en México por condenar los últimos asesinatos del gobierno franquista y que sufrió censura en su propio país y en algunos latinoamericanos, muestras evidentes de su valentía y de su no plegarse a los autoritarismos, se mostró ingeniosamente ágil, se diría que hasta incluso elegantemente rabioso, en esta canción contra el bochorno de sicarios, dictadores y militares. Un puzle de escenas lamentables que describen puntillosamente la lacra de tanta mezquina mediocridad en una lectura, como no podía ser de otro modo, de confrontación ideológica contra el fascismo que hubo y que todavía hay.
Introdujo “Pare” (1973) con un discurso ecológico que a los negacionistas les podría sonar a zurra eclesiástica. Pero el tema, absolutamente precursor, con cincuenta años de vida, es un alegato descarnado contra la destrucción del medio ambiente. Aunque en su día la letra pudo parecer ingenua por apocalíptica, el tiempo transcurrido le ha dado la razón a esta denuncia de protosostenibilidad avant la lettre.
“Cançó de matinada” (1966), de su tercer EP, previo a su primer álbum, ya condensaba todas las virtudes de su recetario: tan escrupuloso en el detalle al enfocar el objetivo narrativo que todavía sorprende.
“Nanas de la cebolla” (1972) –musicada por Alberto Cortez, recordó Serrat– es el mensaje que desde la cárcel Miguel Hernández –coleccionista de prisiones franquistas hasta su temprana muerte a los 31 años– le enviaba a su mujer, que se alimentaba, tiempos de penuria, a base de pan y cebolla. Había que ser atrevido para musicar una voz de izquierdas, epígono de la Generación del 27 y faro de la Generación del 36, en los últimos estertores del gobierno de Franco. Y Serrat lo era. Después, llegó otra rendición al poeta de Orihuela, “Para la libertad” (1972), una de las cumbres libertarias de la música española de siempre; himno de combate vital y ánimo revolucionario: eterno “sangro, lucho, pervivo”. Aquí, el perfil de Serrat reflejó un poco la gran estampa del gran Ovidi Montllor, cantautor en pie de guerra.
Y entramos en la zona geográfica de recuerdos subjetivamente importantes para el artista, pero tal vez menores para cerrar su legado en su última gran noche. Primero, “El meu carrer” (1970), escaneado de su calle, Poeta Cabanyes (perpendicular al Paral·lel, muy cerca de El Molino), la misma donde también nació Jaume Sisa: realismo sucio, crudo y duro. Después, “Barcelona i jo” (1989), un paseo generalmente amable y sin apenas mordiente –“La que va esguerrar en Porcioles, la que devoren les rates” (“La que estropeó Porcioles, la que devoran las ratas”)– por su ciudad.
Continuó el tono buenista con “Es caprichoso el azar” (2002), oda romántica a lo inesperado donde la voz original de Noa en la grabación fue sustituida en directo por la violinista Úrsula Amargós (hija de Joan Albert Amargós, otro fiel aliado de Serrat), que la suplió con delicadeza.
A continuación, el carpe diem de “Hoy puede ser un gran día” (1981), otro emblema de su etapa de los 80: optimismo con vitaminas para no dejar escapar la vida.
Subió el nivel estratosféricamente con “La tieta” (1967), que sigue siendo conmovedora hasta lo insoportable. Una de las canciones más tristes de la historia (en reñida lucha con “Ne me quitte pas” de Jacques Brel, “Avec le temps” de Léo Ferré y “Famous Blue Raincoat” de Leonard Cohen). Sensibilidad demoledora para describir la soledad de una solterona entrada en años que vive para los demás y acusa en silencio el golpe de la soledad. Con solo 23 años, Serrat ya conseguía saber de qué estaban hechos los sueños del artista al atisbar obras maestras para la eternidad del calibre de esta pieza suprema, u otras similares.
De la referencial “Mediterráneo” (1971) está todo dicho. Himno oficioso de una manera de entender España, es definitoria del carácter de buena parte de la idiosincrasia del país. La canción ha sido escogida tres veces la mejor de la música popular en España (dos en TVE y una más en la antigua edición española de ‘Rolling Stone’). Inspirada en el jazzístico “Take Five” de Dave Brubeck, pero traspasada a un compás de 6/4, es un ritmo sincopado que da pie a encajar la excelsa letra de Serrat, entre la bohemia y la pura delectación de los sentidos. En el concierto del 23 de diciembre sonó menos inspirada, un tanto desganada, que en su interpretación del día 20 en el mismo Palau Sant Jordi.
La cara B de la alegría que transmitió “Mediterráneo” fue –tras otra introducción concienciadora a propósito de la tragedia de las pateras y de la consiguiente muerte en el mar– “Plany al mar” (1984), canto a la muerte del mar propiamente dicha. En el mismo registro de “Pare”, pero menos acertada y un pelín aburrida.
Con “Cantares” (1969) llegó el ansiado homenaje a Antonio Machado que el público estaba esperando, confirmación colectiva en su “golpe a golpe, verso a verso”: euforia desatada y primer falso final. Después, abrazo con todos sus músicos, empezando por su mano derecha Ricard Miralles, director de la formación y pieza destacada en sus discos desde 1968 (con etapas de separación entre ambos). En la banda: David Palau (guitarra), la ya citada Úrsula Amargós, Vicente Climent (batería), Rai Ferrer (bajo), José Miguel Pérez Sagaste (saxo y clarinete) y el inevitable Josep Mas, Kitflus (teclados).
Volvió con la inmortal (y, si se me permite la desfachatez, un tanto cursi) “Paraules d’amor” (1966), que cantó con y para los espectadores: canción de iniciación a la vida convertida en estándar para todos los públicos. Y concluyó con el júbilo de “Fiesta” (1970). En su día mutilada por los guardias pretorianos de la censura, sigue definiendo a las mil maravillas el complementario ideario vital de Serrat: alegre pero críticamente concienciado.
Se despidió con un discurso de agradecimiento a su familia y amigos desaparecidos (Salvador Escamilla, Quico Sabaté y el injustamente vilipendiado Joan Ollé) que inició en catalán pero que, a sugerencia de algún grito (muchos fans se desplazaron hasta Barcelona para vivir su último concierto; banderas de México y Argentina, por ejemplo), modificó al castellano (“así nos entenderemos todos”, dijo, sin plantearse la polémica que esas palabras podían generar en las pieles más finas del tejido catalanoparlante). Presentes, también, Pedro Sánchez, presidente del Gobierno –silbado al entrar en el palco de autoridades–, y Ada Colau, alcaldesa de Barcelona. Se personaron también el presidente valenciano, Ximo Puig, y el aragonés, Javier Lambán, invitados por el artista. Por aquello de no coincidir con Pedro Sánchez –la política es así de estúpida–, Pere Aragonés, president de la Generalitat de Catalunya, acudió un día antes, el 22 de diciembre, en el segundo de los tres recitales que ofreció en Barcelona. Serrat le agradeció su presencia y parte del público lo abucheó; el cantante salió en su defensa y cortó de raíz los pitos con un “Esto es una fiesta, no un mitin”. Cosas veredes…
Quedaba todavía un último bis: “Una guitarra” (1965), que interpretó solo en escena como guiño autobiográfico a la primera canción de su primer EP. La guitarra no funcionaba, se quejó, la tuvo que cambiar; después reclamó que le subieran el volumen: sensación de chasco en la rúbrica final… que no empañó la magnitud de la empresa. Adiós a una obra mayúscula que está al alcance de muy pocos. Sumen a todo eso las que no cantó, las ya citadas anteriormente y estas otras: “Aquellas pequeñas cosas”, “La saeta”, “Penélope”, “Conillet de vellut”, “El tirititero”, “A quien corresponda”, “Las abarcas desiertas”, “L’estudiant de Vic”, “Qué bonito es Badalona”, etcétera, etcétera, etcétera...
Ya desde sus primeros años, siendo tan joven, impactó la alta conciencia de Serrat, y su indudable madurez, para hablar del paso del tiempo, de la vejez, de la muerte. También fue capaz de recuperar el legado de muchos poetas sin dejar de ser popular y reconocido al mismo tiempo. Sensación que se hizo nuevamente evidente en el repertorio escogido para su último concierto: piezas envueltas en el contexto del tardofranquismo, reivindicaciones de sus orígenes personales, así como colectivos, y asuntos relevantes en el mundo actual (resurgir del fascismo, preocupación ecológica): pistas para cerrar el círculo de una carrera rebosante de gemas que no caducan y que continúan emocionando. En fin, claro y meridiano: no ha habido otro cantautor como él por estos pagos. Porque ningún otro ha sabido transmitir tanta profundidad en su mensaje sin ser pretencioso o pedante. A eso se le llama TRIUNFO. ∎