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Firma invitada / Acordes híbridos

Preludio con un ojo en el espejo

E

se ojo en el espejo. Ese ojo que se mira a sí mismo. El ojo en el ojo. El ojo en la boca, que sonríe o que está apretada (y tras ella los dientes son un cepo). Ese ojo que mira el pelo, que tal vez le gusta o tal vez decide que así no, que mejor para el otro lado o que hay que raparlo, quemarlo, olvidarlo. Ese ojo que mira y que ve a una persona, ve ropa, tal vez unas gafas, una boca pintada de rojo furia, una barba. Y que ve más allá, porque el ojo también atraviesa la piel, la carne, los músculos, los mismos huesos. Ese ojo ve los pensamientos de uno mismo, pero tal vez no a uno mismo. Porque ese ojo se ve y no se ve.

Carly Simon escribió a principios de los años setenta una canción sobre un ojo puesto en un espejo, sobre un hombre que entra en una fiesta como si caminara sobre un yate. Ese hombre lleva un sombrero ladeado, una bufanda melocotón y todas las chicas sueñan con estar con él. “You’re so vain”, le dice ella a ese hombre. Eres tan vanidoso, tanto, que seguro que piensas que esta canción es sobre ti, le canta.

Más de cuarenta años tardó Carly Simon en contar quién era ese hombre lleno de vanidad. Mientras tanto, todos los vanidosos a los que había conocido esperaban y no esperaban ser ellos. Aunque podrían serlo todavía, porque la neoyorquina solo reveló a quién se refería una de las estrofas, la que dice que ese hombre y ella habían estado juntos hacía algunos años, cuando ella era bastante ingenua. Él decía entonces que hacían una pareja muy bonita, que él nunca se marcharía. Pero se fue. Warren Beatty, que era ese hombre, se fue, porque resulta que la ingenuidad también es una cosa triste y hasta peligrosa, aunque cuando Carly Simon grabó esa canción ya lo estaba olvidando con Mick Jagger, que además aparece en los coros.

Un escritor muy famoso me contó una vez que otro escritor que conocía era tan vanidoso que guardaba copia de todas sus cartas y de todos sus correos electrónicos para dárselos a su futuro biógrafo. Un biógrafo que no existía y que tal vez no existiría nunca. No le faltaba tampoco vanidad al que me contó esta historia. Recuerdo otra conversación con otro escritor, durante un festival literario, en la que estábamos hablando sobre por qué escribimos, ese tema al que le damos vueltas y vueltas como una piedra en un río, y él dijo que creía que la vanidad era necesaria para hacer lo que hacemos. Que la vanidad es lo que nos lleva a creer que lo que escribimos merece la pena y que por eso alguien lo leerá en algún momento. Pero no sé si eso es vanidad o es otra cosa y, sobre todo, creo en la inevitabilidad de la escritura que tenemos algunos, sin la que no somos lo que somos. En todo caso, aquí me tenéis, en este preludio a otros acordes híbridos que irán sonando, y en el que aprovecho para poner un ojo en el espejo y preguntarme si esta columna, vanidosa o no, estará bien peinada.

“Tal vez pude subir como una flor ardiente / o tener un profundo destino de semilla”, escribe la poeta uruguaya Idea Vilariño, una de mis preferidas. Sueñan las semillas con convertirse en flores ardientes y las flores ardientes con desaparecer y volver a ser semillas. En cualquier arte, en la música, en la escritura, en el cine, en cualquiera, el autor o autora se expone y se exhibe, pone un ojo en el espejo y otro en su obra, es flor y es semilla y desea ser una y ser otra a la vez todo el tiempo, aunque sea imposible. Queremos mostrarnos y queremos escondernos.

En las pinturas alegóricas sobre la vanitasque se refiere al vacío, a lo vacuo– junto al oro y a las joyas, a los retratos con porte majestuoso, a los trofeos ganados, a las coronas y las espadas, a los violines y a los libros, se ven cráneos humanos. Cráneos con los ojos llenos de sombra, las muelas al aire, el perturbador hueco de la nariz. Hay también frutas que se pudren, flores que se marchitan, velas que se agotan, relojes de arena que ya han vaciado su tiempo. Y en algún lugar de la pintura, a veces, las palabras NIL OMNE, que recuerdan que todo lo material es nada. Que moriremos y no nos llevaremos el oro ni los retratos ni los libros ni los violines ni los trofeos. Y desde luego es verdad, pero también me digo que por qué vamos a aceptar ser un cráneo vacío desde el principio. Que mientras nos quede un rato en este baile, bailemos, creamos y creemos.

Los creadores que más me interesan siempre se miran en el espejo y se buscan dentro. No solo ven lo bonito, el sombrero ladeado y la bufanda melocotón sobre los que escribió Carly Simon. Buscan también lo que araña, lo que repele, lo que da asco. Y con eso se muestran a sí mismos y nos muestran a los demás. Intento hacer eso y poner mis vísceras en lo que escribo, disculpad si las enseño, chorreando, sobre el mostrador. A veces un trocito de hígado, con mucha bilis; tal vez algo de corazón; y siempre mucho pulmón, respirar, respirar, respirar, un texto que respire. Eso se come, es caliente y nutritivo. Hay hasta un plato que lo lleva: se llama asadurilla. ∎

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