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Firma invitada / Dry Martini

Apocalipsis woke

Y

o era tan woke como el que más. Hubo un tiempo en que lo woke era estar en contra de las injusticias sociales, especialmente el racismo y el machismo, y abrir la conciencia a los derechos de las minorías y la degradación del medio ambiente. Algo tan obvio que se parecía a esos discursos que sueltan los concursantes a miss o mister Alcorcón posando en bañador y sin mayor problema. Ni siquiera parecía exclusivamente de izquierdas, por lo menos cuando uno piensa en derechas normales, no en Trump y las huestes de Atila.

Luego vino el apocalipsis zombi de esa forma de hipocresía que es la corrección política. Fue muy gore. Gente como Woody Allen y Kevin Spacey se quedaron por el camino y “Manhattan” y “L.A. Confidential” dejaron de ser buenas películas por el hecho de que sus creadores no fueran un dechado de virtudes cívicas. Hasta hubo que cambiarle el título a los “Diez negritos” de Agatha Cristie partiendo de la suposición (sumamente racista, esta sí) de que ofendía a los negros, como si la gente de color (negro) no tuviera otra cosa de la que preocuparse.

La cancelación woke había empezado en los departamentos universitarios USA, pero tenía gloriosos antecedentes. Al final, consistía en imponer desde la izquierda lo que desde la acera de enfrente había hecho con tanto esmero el senador McCarthy durante la caza de brujas: expedir certificados de decencia y acabar con las carreras (y la vida, si venía al caso) de quien se apartara de “la línea general”. Lo único que hacía falta era cambiar el canon valorativo. Así, si no se debían escuchar las canciones de la maravillosa Billie Holiday no es porque fueran malas, sino porque ella era negra, disoluta y drogadicta. El ingrediente del guiso, al final, es siempre el mismo: una determinada concepción moral es la que decide si la obra o el artista son dignos de sobrevivir en el espacio público.

El cine siempre ha sido un buen campo de pruebas para la ingeniería moral. No hace tanto que la crítica especializada, woke avant la lettre, estableció unos tópicos ideológicos que aún producen vergüenza ajena. Como cuando se decía que John Ford (hasta que se puso de moda entre los pijos de Harvard) era un fascista y sus wésterns una apología del genocidio de los indígenas americanos, o se etiquetaba a John Wayne y Charlton Heston como la encarnación del republicano reaccionario (que lo eran, efectivamente) y se proponía su boicot (lo que ya era otra cosa).

Esta pretendida superioridad moral hipócrita y santurrona ha vivido su edad de oro. Ha dejado claro que hay que dejar de ver los cuadros de Zurbarán (que pintaba putas), y no digamos los de Picasso (un auténtico cerdo), haciendo así del mundo un lugar mucho mejor. De esto puede dar testimonio la actriz trans Karla Sofía Gascón, que lo tenía todo para triunfar en el circo woke hasta que una periodista canadiensa con hiyab se puso a rebuscar en la basura. Tal vez le consuele recordar cómo Clint Eastwood o Michael Cimino fueron estigmatizados en su día, o el descrédito de esas ceremonias de los Óscar que, al menos desde las soflamas de Jane Fonda y Vanessa Redgrave, se han convertido en molestos rituales de exhibicionismo político en los que la especialidad de la casa consiste en premiar películas que nadie quiere ver. La última excepción fue “Million Dollar Baby” (2004).

Es irritante, pero, a diferencia de los artistas, hasta el momento nadie juzga a los odontólogos por sus opiniones políticas o sus vicios morales y la gente suele conformarse con que implanten muelas con alguna pericia. La cuestión es por qué ese celo inquisitorial se ha cebado con el mundo de la cultura (con la excepción de algunos raperos, a los que se suele tolerar el machismo y hasta algún asesinato, y el maravilloso planeta del reguetón). La respuesta es que alardear de virtud es el último refugio de los majaderos.

El fenómeno era genuinamente americano, pero por aquí vamos aprendiendo. Se cancela a Alaska por facha (no lo es), a Miguel Bosé por acientífico, a Rosalía por si sus abrigos son de pieles (no lo son) y a C. Tangana por una juerga en yate. Por eso, con una calculada mezcla de sorna y dureza a la que no faltaba un excéntrico toque surrealista, tiene que venir a Europa un personaje tan dudoso como Vance –un tipo que junto con su jefe encarna el acontecimiento geopolítico más cutre de los últimos años– a certificar el hartazgo de lo woke y decirnos, por si no lo sabíamos, que no todo el mundo puede ser Taylor Swift. ∎

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