n esta nueva aventura discográfica, Marina Herlop –hay truco en su nombre artístico, por cierto; pero no lo vamos a desvelar– abre las ventanas de su estudio, deja entrar el aire fresco y la luz del sol y –aunque ella, modesta, no le da demasiada importancia– canta por primera vez en catalán palabras tan poéticas que solo pueden ser posibles en ese frondoso universo que habita. En “La Alhambra”, por ejemplo, dice cosas como “cremen als ulls / aquests arbres gegants / estan parlant / de com cauran” (“queman en los ojos / estos árboles gigantes / están hablando / de cómo caerán”). Y en “Cosset” –“cuerpecito”, en catalán– dice que “las flores se ríen de mí” y que “en las manos tengo un trozo de luz”.
“Nekkuja” (PAN, 2023) es una maravilla en lo lírico y en lo sonoro; una obra mayor, llena de vértigo y placer sensorial, armonías y timbres imposibles, giros inesperados, voces de otro mundo y sonidos que remiten a una naturaleza en realidad aumentada y plena expansión, como las mariposas gigantes de “Criaturas celestiales” (Peter Jackson, 1994) o las pinturas selváticas de Henri Rosseau.
Conversamos con ella en uno de los pocos días más o menos libres que tiene en Barcelona, recién llegada, como quien dice, de Chicago, México y Los Ángeles, y antes de volver a viajar a Turín, Roma, Nantes y São Paulo. Una hora de conversación fluida y muy generosa por su parte, en la que su expresividad torrencial tocó por igual lo más cotidiano y lo más abstracto, buscando explicar en todo momento su particular manera de entender el proceso de creación y composición. Y disfrutando –aunque también desconfiando un poco– del extraordinario momento artístico que atraviesa.
Me gustaría que hablaras del jardín como metáfora. Es una imagen que está muy presente en el disco, con la portada y la frase que lo abre y lo cierra: “damunt de tu només les flors”. Incluso esa idea de ti misma convirtiéndote en jardinera que se menciona en el texto que acompaña al disco en bandcamp...
Sí, me imaginaba a mí misma arrancando malas hierbas, más que siendo jardinera; podando y limpiando, más que plantando. Era en una etapa complicada, de mucha inquietud mientras esperaba que saliera “Prypiat” (2022). La frase que comentas, por cierto, es de una canción de Frederic Mompou, de ahí lo saqué; y al final del disco la cambio un poco para decir “damunt de tu només l’esforç” (“encima de ti solo el esfuerzo”), refiriéndome al trabajo que uno tiene que hacer para llevar las cosas a buen puerto. Pero, volviendo a lo del jardín, esa imagen empieza en la época de la pandemia. Estaba bastante perdida, como casi todo el mundo, y en un momento determinado recibo un encargo de L’Auditori que me salva bastante la vida y me vuelve a ofrecer la motivación que había perdido. Fue como una bendición. Las dos únicas condiciones que me ponían es que fuera un espectáculo colaborativo y que girara en torno al concepto de creación. Montamos un show llamado Pairidaeza (término que dio lugar después a la palabra “paraíso”), con Roger Vila en la dirección escénica, el estudio de diseño de espacios Takk y varios de los músicos colaboradores con los que después he ido de gira, como Tarta Relena, por ejemplo. Pusimos plantas en el escenario y todo orbitaba alrededor de ese concepto del jardín. Algo raro en mí, en realidad, porque yo no necesito ningún concepto para ponerme a hacer música, no creo que haga falta vestirla de nada. Pero esta vez me lo pedían. Y fue en ese contexto en el que se hizo natural y necesario hacer canciones nuevas, que son las de “Nekkuja”. Fue un proceso un muy bonito.
Por tanto, estas canciones ya llevan un tiempo contigo.
Sí, un par de años. Todo esto que te estoy contando también tiene que ver con esta idea que tengo de que hay algo superior que siento que está ahí cuando estoy componiendo. Suena místico, pero en realidad es muy gráfico. A ver si me explico: cuando estás adquiriendo una habilidad en algo –sea hacer música, jugar a ajedrez, cocinar o esquiar– sueles empezar con fuerza y avanzas tan rápido que crees que ya sabes hacerlo; es el momento en que tu criterio se está sofisticando más rápido que tu habilidad. Pero luego, poco después, llega una crisis inevitable cuando te das cuenta de la infinitud de posibilidades que se abre bajo tus pies y de que nunca podrás alcanzar la perfección en esa disciplina. Lo he visto mucho también en mis alumnos de piano cuando he dado clases. Y esa especie de revelación conduce a una sensación de confusión y vértigo muy grande. Te sientes insignificante, te puedes paralizar. Incluso muchas veces quieres dejarlo.
Por cómo lo dices entiendo que te ha sucedido a ti en algún momento…
Sí, me pasó con mis dos primeros discos. El primero (“Nanook”, del 2016, publicado en digital por Instrumental –el sello de James Rhodes– y en CD por Aloud dos años después) lo hice muy rápido, sin pensar demasiado. Pero en el segundo (se refiere a “Babasha”, también editado por Aloud en 2018) ya empecé a hacerme muchas preguntas: ¿qué quiero hacer?, ¿esta estructura tiene que ser así necesariamente?, ¿me estoy repitiendo?, ¿está permitido repetirse?, ¿por qué?, ¿por qué no? Así todo el rato. Me resultaba imposible plantearlo con la misma ingenuidad que con el primero. Creo que ese fue el momento en que aprendí que hay una serie de preceptos que están ahí desde el inicio de los tiempos, y que lo que hacemos es adaptarnos a ese lugar superior, combinar todo lo atemporal con nuestro presente. Todo eso se puede explicar con la metáfora del jardín: es un espacio que te obliga a pensar y a adaptarte, a conocer lo que había antes, saber cómo influye el clima, qué tipo de tierra tienes, decidir qué quieres plantar. Tú dejas tu huella, pero hay algo que está ahí desde antes y que es más grande que lo que tú puedas hacer.
Una vez creo que dijiste que la música podría existir sin humanos. En el caso, muy hipotético, de que ningún humano se interesara por tu música, ¿la seguirías haciendo?
Pues no lo sé. De hecho en los primeros años fue así tal como dices, no fue hipotético en absoluto (risas). A veces me pregunto cómo logré seguir, porque no paraba de recibir señales de que lo dejara. Empecé con esto a los 24 y no me hacían mucho caso; pasaba el tiempo y no salían conciertos, no tenía ingresos… Y yo no pensaba que estuviera haciendo una música tan rara como algunos me decían. De hecho diría que lo que hacía y lo que sigo haciendo es pop. En ese momento pensé: “Saco uno más y si no va bien lo dejo”. Y, mira por dónde, funcionó. Pero no te creas, aunque ahora me hagan caso y tenga muchos conciertos, sigo sin fiarme mucho.
¿Vives el proceso creativo como una lucha o como una bendición?
Más como una lucha. Desde que tengo 20 años estoy metida en esta especie de misión obsesiva –que no sé de dónde sale, porque no viene de familia– de que tengo que dedicarme a la música, aprender a tocar un instrumento. La música siempre ha sido como un refugio, como la habitación de los juguetes que había en el patio de mi casa, un sitio al que poder volver siempre que estás perdido, donde no operan los códigos sociales o las normas del día a día. Pero también es un sufrimiento, un trabajo de locos en el que intervienen aspectos psicológicos, abstractos y matemáticos. Y, además, es muy solitario; al menos en mi caso. Tiene esas dos vertientes: es un dolor de cabeza y un no parar de darle vueltas a las cosas, pero, al mismo tiempo, todo el esfuerzo que inviertes ella te lo devuelve de alguna forma.
¿Son “Nekkuja” y “Pripyat” discos hermanos? ¿O no tanto como parecen?
Las circunstancias los han hecho hermanos. En el directo del anterior ya iba incluyendo parte del nuevo, así que, sí, están juntos. Eso nos planteó algunas preguntas, como si se trataba más de un EP de continuación o de un álbum con entidad propia. Para mí, siempre fue un disco aparte. Probablemente, con el tiempo, serán vistos como una dupla, también por sonoridad. Y el que venga después ya será parte de otra cosa. De todas maneras, “Nekkuja” es más abierto, tiene menos vergüenza de ir hacia la belleza. No sé si te ha pasado que sientes que te estás enamorando y te da miedo de caer en lo cursi, de pasarte de empalagoso… pues en “Nekkuja” hay menos miedo que en “Pripyat”.
Cuando uno está enamorado tiene que permitirse decir algo cursi de vez en cuando…
¡Exacto! (ríe). Estoy de acuerdo.
Hace poco, en el programa “Lapsus Radio”, te invitaron a hablar de tus influencias y gustos y decías precisamente que te daba miedo hacer música que cayera en la belleza.
Sí, porque creo que hay demasiada música que tiende hacia el sentimentalismo. Y siempre he querido evitarlo. Todos tenemos sentimientos, de acuerdo, pero la música es un edificio estético que tiene que ir más allá de eso. Pueden colarse, pero no pueden ser la pared maestra que aguante ese edificio. Digo esto pero también es cierto que cada vez soy menos reticente, ahora me lo permito un poco más; incluso te diría que quiero ver hasta dónde puedo apretar en ese sentido, cómo combinar alguna escapada más cuqui en un contexto experimental.
Otro cambio es el de las letras. Ahora dices las cosas mucho más claras, en un idioma reconocible.
Sí (vuelve a reír). Es que no poner letras no respondía a nada. Aunque lo de ponerlas tampoco responde a nada concreto, ahora que lo pienso. A mí me da un poco igual, están muy en segundo término. Quizá se deba a una reacción al hecho de que en los primeros discos siempre destacaban que no había letras, cuando para mí eso no era importante. Pues vale, ahora las hay, pero no me caso para nada con esa necesidad. Quizá en el próximo disco vuelvan a desaparecer.
Antes decías que en tu proceso creativo sueles estar muy sola…
Para mí tiene que ser así. Y mira que soy bastante sociable, me gusta la gente y estar con amigos. Pero ahí siento que no puedo dejar pasar a nadie, tengo que meterme yo sola en ese universo. Es como entrar en un laberinto y no poder salir de él. Y olvidarme de todo. Aunque, claro, a veces necesito a los demás. Entre otras razones, porque yo nunca voy a poder tener una experiencia fundamental, que es la de la primera escucha de una canción, porque ese tema lo he hecho yo y llevo con él demasiado tiempo. Así que de vez en cuando necesito sacarlo fuera y dejarlo escuchar a algunos cómplices. No son muchos, solo dos o tres; cuatro a lo sumo. Ellos son los que tienen el hilo del que puedo tirar si lo necesito para salir del laberinto.
Quizá por esto que estás contando tu música parece existir en un lugar lejano, como de fantasía.
Sí, porque cuando la hago estoy en ese mundo. Así que tiene toda la lógica que se perciba de esa manera. A veces estoy tan metida que me olvido de la realidad a mi alrededor, de cenar, de mi familia, del tiempo; incluso te diría que a veces la realidad me parece ficticia y es ese mundo en el que estoy el que de verdad me parece real.
¿Y cómo vives el cambio brusco que supone salir de gira y enfrentarte con el exterior en contraposición a la soledad en la que te instalas cuando compones?
Son como la noche y el día. De golpe estás todo el día recibiendo información, relacionándote con gente, gestionando tu batería social, coordinando grupos de personas… No puedo estudiar ni tan siquiera el próximo concierto, porque no hay tiempo. Pero es bonito notar cómo las ansias por volver a componer se van llenando poco a poco con todos esos estímulos. Estar de gira y tocar en directo es parte de mi trabajo, tiene todo el sentido del mundo y es algo muy bonito de hacer. Pero no tiene mucho que ver con la otra parte. Es como la desembocadura del río. Yo siento que he venido a este mundo más a hacer música que a tocarla.
Siempre me llaman mucho la atención tus outfits y tus peinados cuando te subes al escenario, ¿Son una forma más de expresividad ligada a tu universo sonoro o solo un simple divertimento?
Más bien diría que son otra manera más de complicarme la vida (risas). No hay un concepto detrás ni ningún significado, es solo una opción estética que me gusta jugar. Pero es verdad que me lleva mucho tiempo y a veces algún dolor de cabeza innecesario. Es un poco caótico. Pero ya forma parte de mí y de los shows, y me gusta hacerlo. A veces veo algo en algún sitio o alguna idea que me gusta y digo: “Uau, esto está guapísimo”, y lo incorporo. Tiene que ver con esa actitud obsesiva y perfeccionista de la que no logro desprenderme nunca.
También has comentado antes algo que me ha llamado la atención: siempre te dicen que tu música es rara.
Hay un poco de frikismo en lo que hago, lo admito, pero yo no creo que sea tan rara. En todo caso, ¿rara respecto a qué? Tú escuchas buena parte de lo que se ha hecho en la música clásica desde 1850 hasta hoy y flipas: eso si es gore y raro. Recuerdo tener que tocar en el conservatorio “Historia de un soldado”, de Stravinski, y te juro que esa partitura es de las cosas más locas que he visto en mi vida. Eso sí es raro, y no lo mío.
Tu música está en un universo a veces bastante onírico. A mí incluso en algún momento me ha hecho pensar en bandas sonoras de Disney, algo que también me pasó con algunos momentos del disco de RRUCCULLA.
Ay, no lo he escuchado aún. Pero sí, Disney… Entiendo perfectamente lo que dices. De hecho me lo tomo como un elogio. Me gustan las bandas sonoras de Disney de hace años: “El rey león”, “Pocahontas”… Tienen armonías y melodías muy bonitas y al mismo tiempo estructuras bastante complejas. Es muy posible que se me hayan quedado dentro de alguna manera y que ahora hayan salido inconscientemente.
¿Hay algún artista actual con el que te sientas especialmente identificada o pienses que está en una onda artística similar a la tuya?
Mmmm… sí. Hay un músico japonés que se llama Meitei que me encanta; especialmente las últimas cosas que está sacando, un poco más pop. Y luego un compositor de bandas sonoras chileno, Cristóbal Tapia de Veer, autor de los scores de “Utopia” y “The White Lotus”. Pero en ambos casos se trata sobre todo de admiración, más que sentir que estamos en una misma sintonía. La afinidad la siento más con músicos que están cerca de mí, como Oscar Garrobé –con el que tenía el proyecto Myōboku– y Adri González, que para mí es el mejor teclista de Barcelona y del mundo.
¿Y con las Tarta Relena? Siempre te las llevas de gira.
Sí, claro, hay mucha afinidad, aunque lo que me une a ellas diría que es más una amistad. Curiosamente, aunque pueda parecer extraño, no hemos estado nunca trabajando juntas en un estudio. A veces Helena me lo ha comentado, que intentan evitar impregnarse demasiado de mi música para no terminar copiando cosas inconscientemente. Y a mí me pasa lo mismo con ellas. Ahora están preparando un disco nuevo y tengo un poco de miedo de escucharlo por ese motivo. Tampoco es que me cierre siempre a escuchar otras cosas mientras estoy componiendo, es imposible no impregnarse de la música de otros o no incorporar ideas. Como lo que decíamos antes de Disney. No hay nada que tu generes totalmente de cero, no existe tal cosa. ∎