En nuestro país, irremediablemente, si eres artista y tu trabajo indaga en los márgenes de los relatos históricos y oficiales o en las narrativas que inducen al olvido (o a la memoria selectiva), tienes todas las papeletas para que te caiga el sambenito de “artista político”. “Suele ser la forma rápida de etiquetarme porque los temas que trabajo son políticos, pero ¿cuáles no lo son? En realidad, me siento más un investigador y un trabajador del arte”, matiza Alán Carrasco (Burgos, 1986).
En la pasada edición de la feria ARCO mostró algunas de sus obras más recientes. El 4 de febrero inauguró una exposición individual en el Centro de Arte Caja de Burgos, su ciudad natal, bajo el título “¿A quién pertenece la Historia?”. Esta podrá verse hasta el 22 de mayo. Y a partir del 19 de marzo tendrá otra instalada en su galería adn de Barcelona: “Todo el mundo habla del tiempo. Nosotros no”. Sus proyectos, a veces interconectados, escrutan esos entresijos de lo que calificamos como “Historia” que quedan en la sombra de manera casual o intencional: “Trato ese material histórico –documentos, anécdotas, posibilidades– como un componente dúctil con el que poder modelar otras narraciones”, explica. Y no recuerda con exactitud en qué momento empezó a interesarle el aparataje que hay tras las grandes ficciones narrativas de la Historia: “Quizá tiene que ver con haber identificado a una edad temprana que la Transición española no fue tan ejemplar como la generación de nuestros padres afirmó, embriagada de autocomplacencia. A menudo, mis dudas y preguntas sobre aspectos de nuestra historia –que a mi ‘versión adolescente’ no le cuadraban– se solían responder –por parte del entorno familiar, en el colegio, o el instituto– con cierta vehemencia o altivez. Como si quienes no vivimos la dictadura no pudiéramos entenderlo. Claro que tampoco podíamos aprenderlo. Todavía en el sistema educativo de la ESO la Guerra Civil se pasa de puntillas y la dictadura se borra de un plumazo. Los represaliados ‘se morían’ y los exiliados ‘se iban’ en un giro muy particular del lenguaje, también presente en muchos libros escolares”.
¿Por qué eliges la década de los 70 en “¿A quién pertenece la Historia?”?
Me considero una especie de hijo de la Transición. Aunque nací en 1986, nuestro libro de familia lleva en la portada el Águila de San Juan. Los acontecimientos inmediatos que precedieron a mi nacimiento, no solo en España, fueron vitales para la construcción del tiempo sociopolítico en que me tocó crecer. Mi generación vivió casi sin saberlo, en la candidez infantil, sucesos de una importancia trascendental para el fin del siglo XX. En mi caso, por poner un ejemplo, el día de mi tercer cumpleaños cayó el Muro de Berlín. En ese contexto se fijan mis primeros recuerdos audiovisuales: una mezcla particular entre el entusiasmo olímpico de Barcelona ‘92 y la guerra televisada en Yugoslavia.
¿Por qué te decantas por tres escenarios: España, Alemania e Italia?
España, por investigaciones previas centradas en los años de mi nacimiento focalizadas en el final de la Transición. De ahí sale “Resiliencias” (2016), una pieza de gran formato instalada sobre un muro. Se incluyó en la colectiva “La contrarrevolución de los caballos”, comisariada por Marta Echaves en Can Felipa, en Barcelona, y después expandida en “Gelatina dura. Historias escamoteadas de los 80”, por Teresa Grandas en el MACBA. También está la pieza “Políticas del olvido” (2015-2021), donde comparto la investigación: he construido una cronología web de consulta abierta permanentemente en curso. Y la más reciente, “En ese claroscuro” (2021), son 32 metros lineales donde se reproducen viejas hojas de calendario pirograbadas sobre fieltro de oveja. Días –de momento he documentado 193– en los que ocurrieron hechos de violencia mortal patrocinados o permitidos por el Estado durante la Transición. Su contundencia visual afea esa autocomplacencia de la que hablaba. Son hechos incómodos, incuestionables, durante décadas escamoteados.
Alemania viene de la beca que recibí de Hangar y del Württembergische Kunstverein de Stuttgart para investigar in situ la relación de la prisión supermax de Stammheim y el final trágico de los miembros de la primera generación de la RAF, guerrilla conocida como Baader-Meinhof.
E Italia porque el año pasado me concedieron la beca de la Academia de España en Roma. Pude trabajar sobre los “anni di piombo”, los “años de plomo” italianos. Ahí me percaté de que las tres latitudes, con sus diferencias y particularidades, compartían una década de cambios abruptos y violencia sociopolítica que tenía en común una intención explícita de ocultamiento. En los tres contextos el relato oficial dista mucho de las evidencias. Todo el mundo lo sabe.
¿Cómo fue el proceso de investigación en la Academia de España en Roma?
Suele transitar entre la intuición y el rigor. Por un lado, me gusta documentar mis piezas y, por otro, a diferencia de un historiador, me puedo permitir trabajar desde la anécdota, la corazonada o la casualidad. Muchas veces cuando te impiden documentar un lugar, o acceder a un archivo, puedes buscar una solución heterodoxa, creativa, simbólica y sutil que supla ese vacío. Y a menudo termina funcionando de una manera más efectiva. En realidad, el proyecto con que gané la beca pretendía constituir una genealogía visual de la historia del movimiento obrero en Italia durante el siglo XX. La clase obrera –de la cual formo parte genealógicamente y me siento heredero– es sobre (y contra) la que se han construido los grandes relatos del siglo pasado, en los que rara vez sus miembros han participado como sujetos. Según avanzó la investigación, me acerqué a la compleja y apasionante Italia de la posguerra. Muchos personajes de la escena neofascista italiana en los años 60 (algunos, voluntarios fascistas en la Guerra Civil española) empiezan a atravesar las fronteras y a trabajar para regímenes como el franquista o el de Pinochet. Los años 70 suponen esa gran ebullición sociopolítica en la que las dos diferentes estrategias de la tensión, citando a Pasolini, pondrán a prueba a una sociedad atrapada en medio de la violencia ultra, en connivencia con el Estado italiano y una oscura red supranacional controlada por Estados Unidos.
En la parte de Alemania te centras en la violencia política de un período concreto.
Por un lado, me interesaba estudiar Stammheim, una prisión que se convirtió en modelo constructivo para otras prisiones europeas. Su cubierta blindada garantizaba la protección frente a ataques con bombas aerotransportadas, y poseía una sala de enjuiciamiento interior para evitar desplazar a los prisioneros de máxima seguridad durante su cautiverio preventivo. Fue la primera cárcel con sistemas de circuito cerrado de televisión, permitía una vigilancia permanente, relegando lo arquitectónico a un segundo plano.
Por otro lado, restauré con ayuda de Carlota Surós una conferencia del filósofo francés Michel Foucault, “Las redes del poder”, en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Salvador de Bahía (Brasil) durante el período entre la muerte de Ulrike Meinhof y la “Noche de la muerte” en la que los otros tres miembros de la RAF se suicidaron, según la versión oficial. Una continuación de su célebre “Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión”, publicado en 1975. La descubrí de casualidad tras obtener una copia parcial en castellano con errores de transcripción, producida en los 80 a modo de fanzine por alumnos de sociología de la Universidad de Buenos Aires. Tras la conferencia, Foucault abre un turno de preguntas que permite una discusión con el público sobre las instituciones penitenciarias, el miedo, el crimen, el castigo, el encierro y la productividad de la figura del prisionero contemporáneo.
Además, me interesaba la figura de Ulrike Meinhof. Periodista solvente, editora, tertuliana televisiva, activista de los movimientos pacifistas y socialistas de la oposición extraparlamentaria que, en medio de la escalada de la ultraderecha y del imperialismo norteamericano, decide emprender el camino sin regreso de abandonar a sus hijas y su marido para pasar a la clandestinidad. En la población alemana despierta simpatía y odio a partes iguales. Su muerte –con la de sus compañeros de la RAF al año siguiente– es uno de los relatos menos creíbles de la versión oficial sobre el “otoño alemán”.
También tienes otra exposición individual en tu galería adn.
Va por los mismos derroteros temporales. Con los tres ejes geográficos, introduce transversalmente una reflexión metafórica sobre el foquismo, una estrategia de combate guerrillero que, en su intento de implantarse en Europa, llevó a sus artífices a la derrota. Planeará un poco ese concepto de melancolía política, como la entiende el historiador italiano Enzo Traverso. Con el foco en conexiones invisibles con las que abrir la posibilidad a relatos alternativos en torno a determinados eventos y actores, pone sobre la mesa algunas zonas de sombra e invita a repensar y cuestionar el relato hegemónico.
¿Hacer “arte político” en un mundo tan elitista como el arte contemporáneo es un oxímoron?
Las condiciones de los trabajadores del arte no distan mucho de lo que se ha venido a llamar cognitariado. Aunque hay artistas con mucha facturación y condiciones de vida muy elevadas, el grueso vive en condiciones bastante precarias. No lo digo yo, lo dice hasta la Eurocámara. Evidentemente, el arte comprometido cabalga ciertas contradicciones cuando se inserta en el mercado del arte, casi como cualquier profesional que vende su trabajo a una multinacional cuestionable o escribe en un medio que pertenece a ciertos conglomerados con intereses y agendas políticas definidas. En todo caso, pienso que esa contradicción es más sistémica que sectorial.
Dicen que la historia siempre la escriben los vencedores. ¿El arte puede ayudar a construir nuevos relatos, resignificar los existentes o los injustamente tratados?
Me conformo con pensar que puede servir para cuestionar la maquinaria de producción del relato. Si empezamos asumiendo que viene viciado de fábrica y es apenas un constructo y, como tal, fundamentalmente fraudulento, lo demás viene rodado.
Has expuesto en la reciente edición de ARCO. ¿Qué tipo de coleccionistas muestran interés por tu trabajo?
La relación con los coleccionistas es un proceso que se construye poco a poco, como las cosas buenas. En mi caso, su perfil es sorprendentemente heterogéneo: noveles entusiasmados por aprender, coleccionistas con formación muy sólida y un interés muy preciso, gente que se divierte con mis “batallitas” y mi manera de enredar las narrativas, curiosos por ver con qué les sorprendo esta vez... Lo más difícil, quizá, es conseguir el interés de las colecciones públicas, el lugar natural donde me gustaría que fueran a parar algunas de las piezas más amplias que he desarrollado.
En la exposición “Fabular un mundo diferente”, que recorrerá distintos espacios de la Red de AECID en varios países de América Latina, tienes una pieza que muestra la ruta a tiempo real de un contenedor de aguacate: su contaminación, el gasto hídrico del cultivo. ¿Cómo fue el proceso? ¿La harás con otras materias primas?
Tras la invitación de su comisaria, Blanca de la Torre, localicé un producto relevante en las relaciones comerciales entre Perú y España –el aguacate– que podía ejemplarizar el absurdo de esa “lógica logística”. Su demanda, con la popularización del consumo en Europa y Estados Unidos, coloca a Perú como el segundo productor mundial detrás de México. Me interesa narrar cómo el capricho del consumidor moviliza toneladas cúbicas de fruta que atraviesan, refrigeradas, miles de kilómetros de mar para llegar 35 días después –con un gasto ingente de energía, recursos hídricos, que desplazan otros cultivos y eliminan a los consumidores tradicionales que no pueden permitirse su precio– para tener un healthy brunch que quede bien en Instagram. Analizándolo despacio, inmersos en esta crisis ecosocial, cuesta creer que seamos tan absurdos. La investigación enuncia 35 datos, uno por cada día de ruta: información histórica, científica y realidades incómodas que como consumidores preferimos eludir. Una paradoja es que la actual ruta entre esos puertos es idéntica a las rutas triangulares de comercio colonial. Esa información se muestra a tiempo real con una cartografía en fondo negro –que minimiza el consumo energético del monitor– con la cuenta atrás en días, horas, minutos y segundos para que el siguiente contingente llegue a destino. Cuando el proyecto viaje a más países después de Perú, la infografía y las informaciones serán sobre productos específicos vinculados al consumo español. Creo que es importante asumir nuestro papel en esto, un hilo invisible –aunque trazable– une nuestra incómoda historia colonial y nuestro insostenible presente como consumidores. ∎