Hay un ánimo burlón que se cuela en las consideraciones que se hacen alrededor de ciertas formas de escritura. La autoayuda, por no mencionar fanfics o creepypastas, se encuentra enterrada bajo capas geológicas de desprestigio y petulancia, pero no hace falta remitirse a casos tan extremos. Basta con advertir la altanería que se destina a las celebridades que tienen la osadía de querer narrar su propia vida y no se llaman Patti Smith. El recibimiento habla por sí solo.
En los escritores más sagaces, sin embargo, descansa la capacidad de agarrar estas formas menores y descubrir en ellas el fermento de algo más interesante. Virginia Woolf, por ejemplo, preguntó en “¿Cómo debería leerse un libro?”: “Estas biografías y autobiografías, vidas de grandes hombres, de hombres muertos hace mucho tiempo y olvidados, que se codean con las novelas y poemas, ¿vamos a renunciar a leerlas porque no son ‘arte’? ¿O vamos a leerlas, pero leerlas de otra forma, con un objetivo distinto?”.
Daniel Melero (Buenos Aires, 1958), el mítico músico argentino que firmó “Colores santos” (1992) junto a Gustavo Cerati, coincide con Woolf. Y en las páginas de “Incierto y sinuoso”, su primera incursión en esta clase de literatura, admite que considera el género como bajo y parasitario, al mismo tiempo que antepone la siguiente reivindicación de la EDM: “Confío mucho en lo que está en el container de cualquier lenguaje, en la arqueología de lo carcomido”.
No es que el gesto de reapropiación sea una excusa subrepticia para dar rienda suelta a los vicios que acaecen sobre este tipo de escritura. No hay ni anécdotas sensacionalistas ni máximas de vida, más bien lo contrario: lo que hace de la autobiografía un vehículo tan prototípicamente meleriano es la colisión implícita con la indeterminación de la memoria, con el hecho de que no se pueda registrar el pasado, con la condición profundamente inasible del recuerdo.
Aunque funcione también como caracterización de su trayectoria, “Incierto y sinuoso” pareciera enunciar desde su título que la reconstrucción de una vida debería ser pensada en esos adjetivos. No como un bloque perfectamente organizado de episodios sucesivos, sino como un holograma huidizo capaz de graficar el carácter fragmentario de toda existencia. Para lograr eso, lo que hace Melero es asumir la nebulosa y generar un artificio; una estética de lo fractal. Es un abordaje que se constata en la decisión primigenia de involucrar al periodista Mariano Vespa (Tres Arroyos, 1988) para que escriba, en primera persona, remembranzas que no le pertenecen. Vespa es un ghostwriter cuya propia fantasmagoría se torna evidente.
Con su auxilio, las vivencias de Melero son sorteadas a lo largo de ochos capítulos, y ordenadas bajo un principio de cronología bastante firme. “Nazca”, por ejemplo, no solo recorre su infancia en Flores, sino también los hitos fundacionales de su percepción auditiva: la acústica de los rieles en la estación de su barrio, el rock y su desprendimiento consiguiente, la aparición de Brian Eno como un parteaguas irrefrenable.
La destreza de estos pasajes tempranos radica en el retrato de época y en el entretejido de lo personal con lo colectivo. Una vez que la juventud queda en el espejo retrovisor, “Incierto y sinuoso” se asienta más firmemente en una estructura subjetivista que se detiene en cada disco publicado para revelar detalles de su producción. Si el arte es un juego sin propósito, como decía John Cage, cabe preguntar: ¿cómo hacen Melero y Vespa para eludir el devenir programático del libro? Por medio de intervenciones denominadas “Intermitencias”, que permiten toda clase de digresiones y operaciones lúdicas (tal es el caso de “Variaciones al Eno argentino”, entre otras; mote que sin dudas Melero merece, aunque un William Orbit quizá resulte más análogo).
Si las décadas pasan en las hojas como en fade, las “Intermitencias” operan más bien como samples, desplegando un abanico de intereses que dejan en evidencia un eclecticismo total: allí conviven desde Satie y Pablo Schanton hasta Andrea del Boca y Ricardo Fort. “Incierto y sinuoso”, en ese sentido, es como el acorde total: incluye las doce notas sin jamás ser disonante. Recordar –el verbo que parece más importante en una autobiografía– nunca es ordenar prolijamente un hecho al lado del otro; hay interrupciones y superposiciones.
Hay otro gran acierto en “Incierto y sinuoso”, y es su capacidad esclarecedora: el texto mistifica tanto como desmitifica. Melero es presentado como alguien que está al tanto de aquello que se dice de él, y en su autonarración prefiere no desmentir algunas cuentas falsas a propósito, con el fin de alimentar una suerte de confusión. Pero es lo suficientemente generoso como para desarraigar algunas nociones muy incrustadas, sobre todo en lo pertinente a sus contribuciones para los Redondos y Soda Stereo (esto, gratamente, fortalece la imagen de un productor hands off, que se interesa más en influenciar sobre el oficio ajeno que en participar de modo más convencional). Hay que decirlo: las líneas que destina a Cerati, independientemente de que sean primicias, son las más poderosas y emotivas del libro. Un navajazo al corazón.
En el último capítulo, “Tantas cosas”, Melero explica que su música está construida sobre elementos simples que, en algún punto, si se tiene la suficiente fe, terminarán reapareciendo. Es, al igual que el recuerdo, un acto de confianza. En ese sentido, podría afirmarse que “Incierto y sinuoso” asume los mismos criterios que cualquiera de sus composiciones. Al final, se retorna a los rieles: “La memoria es una emoción, destellos de un tren que se difumina en la niebla”. ∎