La carrera de Gillian Anderson (Chicago, 1968) resume como pocas un cambio de paradigma clave en las políticas del estrellato audiovisual. Aunque ha llevado a cabo meritorias incursiones en el mundo del cine, en títulos por otra parte a menudo incomprendidos como “Tristram Shandy: A Cock & Bull Story” (Michael Winterbottom, 2006) y, sobre todo, “La casa de la alegría” (Terence Davies, 2000), tanto su popularidad como su prestigio se han forjado en la televisión. Pero, al contrario de otras colegas famosas también nativas del mundo de las series como Elisabeth Moss u Olivia Colman, su fama surge en el período precedente al boom de la llamada nueva ficción catódica, gracias a un título que se situaría en un territorio intermedio entre la vieja y nueva televisión como “Expediente X” (Chris Carter, 1993-2002; con dos temporadas adicionales en 2016 y 2018).
Anderson era prácticamente una actriz debutante cuando fichó para la serie creada por Chris Carter. Jodie Foster había causado sensación con su personaje de agente del FBI en “El silencio de los corderos” (Jonathan Demme, 1991) y se trataba de ofrecer una respuesta televisiva a su altura. Aunque el papel de mujer investigadora dispone de una larga tradición en la pequeña pantalla, Dana Scully lo ejercía, por un lado, desde una jerarquía superior a la habitual, y por el otro, en una inversión de roles respecto a su compañero masculino. Por primera vez, una mujer encarnaba en una serie de máxima audiencia un conjunto de atributos tradicionalmente vinculados a los hombres. Anderson afrontó con éxito el reto de “vender” a millones de espectadores este personaje inaudito: una joven agente del FBI y científica de prestigio que encarna el lado de la razón, el rigor y la sobriedad en una pareja en la que el hombre, el agente Fox Mulder interpretado por David Duchovny, se sitúa en la esfera de la especulación y la fantasía.
Dana Scully supone un hito en la historia de la televisión, un personaje a contracorriente convertido en fenómeno pop indiscutible que suplía la flagrante carencia de mujeres jóvenes protagonistas ejerciendo roles de autoridad desde el ámbito científico. Entre sus limitaciones, el perfil individualista de una agente que se movía en un entorno profundamente patriarcal sin desafiarlo de forma explícita. Algo que dos décadas más tarde, Anderson compensa en parte con un nuevo personaje al mando de una serie policíaca. La Stella Gibson de “La caza” (BBC Two, 2013-2016; disponible en Netflix) es una investigadora que ya no necesita una pareja masculina para funcionar; incluso se reafirma en ello de manera explícita en uno de los episodios de esta serie de Allan Cubitt, situándose a sí misma en el linaje de sociedades matriarcales, como el pueblo mosuo. Estrella más que consolidada a estas alturas, Anderson sigue ejerciendo el privilegio del protagonismo individual, pero se pone al servicio de una serie ya atravesada por el feminismo donde su antagonista es un asesino de mujeres que no se presenta como una excepción al orden social, sino como una manifestación extrema de una violencia machista generalizada. En la era del triunfo de la mujer policía de mediana edad en la ficción, Gillian Anderson ha encarnado de forma pionera dos de sus representaciones generacionales.
En un papel a priori inesperado, Anderson se pone en la piel de Margaret Thatcher en la cuarta y más reciente (2020) temporada de “The Crown” (Netflix, 2016-). Como en pocos momentos a lo largo de la Historia, en la Gran Bretaña de la segunda mitad del siglo XX el poder político de más alto nivel fue ejercido por mujeres. La incorporación de este personaje y el de Lady Di en “The Crown” como contrapuntos de Isabel II propician que Peter Morgan, uno de los pocos creadores televisivos con una clara conciencia de la puesta en escena, estructure este bloque de la serie a partir de cierto sentido de la dialéctica y a través de continuas figuras duales: comparaciones, paralelismos, oposiciones, acercamientos y distanciamientos... Y que lleve a cabo una reconstrucción de imaginarios preestablecidos.
“The Crown” feminiza la escenificación del juego político: las grandes discusiones en la serie no tienen lugar en el parlamento, en los despachos o en alguno de esos reservados de exclusividad masculina habituales en estos casos, sino en ámbitos domésticos (espléndida la escena en que Thatcher prepara la cena en la cocina de su casa para su gabinete, un puñado de hombres agolpados al otro lado de la estancia) o en decorados más propios del llamado “cine de tacitas”. Aquí las estancias del palacio magnifican la soledad de Diana Spencer o acogen los tira-y-afloja de las dos mujeres al mando del país, Thatcher e Isabel II, ambas féminas de mediana edad que deciden en torno a cuestiones como el posicionamiento de Gran Bretaña respecto a la Sudáfrica del apartheid pulcramente sentadas con una taza de té en la mano.
La polémica y arriesgada interpretación de Anderson como la Dama de Hierro en “The Crown” ofrece un posicionamiento ideológico significativo respecto a esta política conservadora. En líneas generales, el elenco de la serie se decanta por encarnaciones de mimbres miméticos. Pero la mayoría también dispone de al menos alguna escena en que sus gestos se suavizan y pueden dar rienda suelta a la vertiente más emocional o vulnerable del personaje, que lo conectará con la audiencia. En contraste, en la Thatcher de Anderson, la gestualidad y la dicción tan pronunciadas a la manera del referente real se convierten en una máscara impermeable que impide la transferencia de cualquier corriente de empatía hacia la primera ministra. Incluso en los pocos momentos en que su gesto se tuerce por el dolor, la humillación o el desconsuelo, sentimientos que pondrían de manifiesto a la Thatcher “humana” por encima de la política cruel, la actuación de Anderson produce un efecto de extrañamiento que evita cualquier simpatía por una de las figuras más nefastas de la historia del siglo XX.
“Sex Education” (Netflix, 2019-) confirma que las series televisivas han sabido acoger a las intérpretes femeninas más allá de los cuarenta de una manera todavía imposible de concebir en el segregacionista cine mainstream. En esta ficción adolescente de Laurie Nunn enfocada a ofrecer una mirada didáctica, diversa y celebratoria del sexo, Gillian Anderson encarna de nuevo a una figura de autoridad heterodoxa. Aquí la doctora Jean F. Milburn, la madre divorciada del protagonista Otis, una terapeuta sexual que inspira a su hijo la creación de un consultorio sobre el tema en su instituto. La actriz subvierte el estereotipo de la madre de protagonista joven reducida a cumplir con este rol para brillar como una mujer independiente llena de energía y seguridad en sí misma que, al mismo tiempo, esquiva (casi) siempre otro estereotipo habitual en estos casos, el de la MILF. La doctora Milburn es el personaje más luminoso que ha encarnado Anderson, el contrapunto desinhibido de la muy recatada Scully, sin que eso le impida ejercer igualmente de experta. En la recientemente estrenada tercera temporada de la serie, la actriz afronta con éxito otro desafío en el imaginario audiovisual: encarnar a una mujer que se queda embarazada rondando ya la cincuentena, algo que le supone un reto y complicaciones importantes, pero no un trauma ni un estigma. “Sex Education” es una serie que apuesta por el derecho a las segundas oportunidades y que democratiza como pocas todo aquello que tiene que ver con nuestros cuerpos. Eso incluye ver a una estrella como Gillian Anderson tirarse un pedo con toda naturalidad a causa de su embarazo en una producción de máxima audiencia. ∎