Hay un extraño placer que surge al ver un drama tan seguro de sí mismo, tan confiado en su propio tirón gravitatorio de combustión lenta, que te das cuenta, a mitad del primer episodio, de que ya te has rendido a él. “La bestia en mí” (2025) pertenece de lleno a esa categoría tan selecta: un thriller psicológico calibrado alrededor de dos intérpretes principales que orbitan el uno alrededor del otro en perfecta armonía. Y esa precisión narrativa se entiende al saber que la serie nace del tándem formado por Gabe Rotter –guionista y productor en algunas temporadas de “Expediente X” (Chris Carter, 1993-2002; 2016-2018)– con su instinto literario y Howard Gordon –“Homeland” (2012-2020)–, cuyo oficio como showrunner aporta la arquitectura y el pulso de la televisión de prestigio.
Pero incluso esa base sólida se vería eclipsada sin el tándem que sostienen Claire Danes y Matthew Rhys, dos intérpretes que no solo entienden la psicología de sus personajes, sino que transforman cada escena en un duelo de sensibilidades, de impulsos ocultos, de heridas que supuran en silencio. Danes encarna a Aggie Wiggs, una escritora bloqueada que malvive entre facturas impagadas, una casa demasiado grande y el vacío insondable que dejó la muerte de su hijo. Su intento de escribir sobre la improbable amistad entre Ginsburg y Scalia se convierte en el símbolo perfecto de su parálisis emocional: un proyecto noble pero muerto antes de nacer, tan estéril como su propia vida detenida en el duelo.
La irrupción de Nile Jarvis (Rhys), heredero inmobiliario y sospechoso eternamente sin resolver, detona el engranaje principal del relato. Es un personaje repelente y fascinante, un misántropo encantado de conocerse cuya primera contribución al vecindario es pedir permiso para abrir una pista de running privada en los bosques comunes. Todos aceptan excepto Aggie.
La serie se articula en la idea de dos fuerzas opuestas que acaban enredadas de una manera casi orgánica, desplegando un tablero moral cada vez más ambiguo. Aggie sospecha que Nile no solo es capaz de manipular a todos a su alrededor, sino también de borrar a quien lo estorbe. Nile, por su parte, percibe en ella una mezcla de fragilidad y ferocidad que le resulta imposible de ignorar. Y en medio de ambos surge un vínculo perverso, estimulante, que recuerda por momentos al clasicismo de “El silencio de los corderos” (Jonathan Demme, 1991): la fascinación como motor de investigación.
Rotter convierte esta dinámica en el verdadero motor de la serie, incluso cuando el argumento se expande hacia tramas secundarias (protestas urbanísticas, la sombra del patriarca Jarvis interpretado por un imponente Jonathan Banks, juegos de poder locales y tentaciones de corrupción) que suman capas, pero nunca desplazan el foco. Cada elemento sirve para reforzar la pregunta que late como un subgrave bajo la narración: ¿hasta qué punto podemos ver el monstruo en el otro sin reconocer, al mismo tiempo, la bestia que duerme en nosotros?
Danes sostiene esta idea con una interpretación que roza lo insoportable, en el mejor sentido: nervios a flor de piel, respiración entrecortada, esa vibración característica que ya es marca de fábrica pero que aquí encuentra un nuevo registro, más hondo, más devastado. Rhys, en contraste, compone a Nile como un ser resbaladizo. Con él nunca sabemos qué parte es máscara y cuál impulso auténtico. Su química no es explosiva, sino venenosa; se filtra despacio e intoxica.
Puede que la serie no se atreva a abrazar del todo la oscuridad que promete. Puede que haya momentos en los que la maquinaria narrativa se note demasiado ordenada, demasiado deliberada. Pero incluso con ese titubeo, “La bestia en mí” consigue sostener una tensión emocional absorbente y un estudio de personajes que opera en frecuencias poco habituales en la ficción mainstream: la vulnerabilidad como arma, la culpa como brújula rota, la fascinación como forma de autolesión.
El resultado es un thriller psicológico que no redefine el género, pero sí lo habita con una precisión, una elegancia y una mala hostia que convierten cada escena entre Danes y Rhys en un pequeño acontecimiento. Y si algo queda claro al final es que, más allá de las pistas falsas y los cadáveres metafóricos, la serie habla de ese monstruo que todos alimentamos en silencio: la necesidad de mirar a la oscuridad ajena para no tener que reconocer la propia. ∎