Aunque es muy probable que el cineasta chileno Pablo Larraín vuelva a ofrecernos en un futuro otro de sus particulares biopics de figura femenina convulsa, “María Callas” (2024; se estrena hoy), simplemente “Maria” en su título original, puede verse como la tercera parte de una trilogía que inició con “Jackie” (2016) y prosiguió con “Spencer” (2021). Jacqueline Kennedy (1929-1994), Diana de Gales (1961-1997) y Maria Callas (1923-1977), dos esposas de presidente y futuro monarca y una cantante de ópera que tuvo relaciones, como Jackie Kennedy, con el magnate griego Aristóteles Onassis. Pero este no aparecía en “Jackie”, ya que se trata de una evocación y ficción a la vez centrada solo en lo que la protagonista experimenta en los días inmediatamente posteriores al asesinato de John F. Kennedy. También mezcla realidad y fantasía “Spencer” en torno a otros días decisivos, aquellos en los que Diana tomó la decisión de separarse de Carlos de Inglaterra, sin espacio pues para conflictos con la Reina Madre, su cometido social o la muerte trágica perseguida por paparazzi. “María Callas” acontece en París entre el 10 y el 16 de septiembre de 1977, la última semana en la vida de la diva griega, aunque unos flashbacks, que en realidad son invocaciones fantasmáticas en blanco y negro, nos presenten algunos episodios de la juventud de Callas en Grecia, sus éxitos en los principales recintos operísticos del mundo y su relación con Onassis.
Si el tratamiento biográfico fuera del canon es innegociable para Larraín, también lo es el juego con las actrices que representan a sus personajes reales. Aunque Rachel Weisz había sido la elegida inicialmente para dar vida a Jackie Kennedy, Natalie Portman le otorgó la duda y fragilidad necesarias a un personaje que siempre fue sombra, de Kennedy y de Onassis. Kristen Stewart, en su etapa de liberación personal –cinematográfica, política, sexual y feminista–, entendió a la perfección los mecanismos de representación casi sonámbula propuestos por Larraín para dar vida a Lady Di. A Callas la interpreta la más “estrella” de las tres, Angelina Jolie, consciente de la importancia que tiene para actrices estadounidenses de su calibre un buen papel en un filme europeo –es una coproducción mayoritariamente italiano-alemana– y de “autor”. Primer aspecto positivo: la osadía que demuestra la antigua Lara Croft apareciendo, al comenzar la película, en primer plano y haciendo playback de la inimitable voz y gestualidad de Callas. Después, a medida que avanza el filme y se abisma en la fuga de la realidad, Jolie demuestra el mismo entendimiento con Larraín que tuvieron Portman y Stewart.
El guion de “María Callas” lo firma Steven Knight, escritor polifacético y de lo más curioso que ya hizo, en la misma línea abstracta, el de “Spencer”, y de quien hablamos recientemente a propósito de su serie “This Town” (2024). A Larraín le suministra otro metódico juego repleto de capas de realidad y fabulación, de sueño, vigilia y delirio. El filme arranca la mañana en que encuentran el cuerpo sin vida de Callas en su lujoso apartamento de París, vuelve una semana atrás en el tiempo y mezcla recuerdos, ensoñaciones, invenciones y pesadillas de la protagonista producto de la asumida ingesta de medicamentos peligrosos para su salud, especialmente el Mandrax, un sedante hipnótico y adictivo. Cada mañana, su mayordomo Ferruccio (Pierfrancesco Favino) le pregunta cuántas pastillas ha tomado y lo apunta en un cuaderno. Cuando le comentan los efectos perniciosos de la medicación, Callas contesta: “Estoy contenta con el teatro que ocurre detrás de mis ojos”. La entrevista un joven reportero para un documental televisivo. El personaje se llama también Mandrax. ¿Real o falso desde la perspectiva de la protagonista? El filme suministra las necesarias pistas para que el espectador sepa situarse, poco a poco, en cada plano mental de la cantante, incluida la desaparición literal en el plano de personas que creíamos de carne y hueso.
Son tres actos (“La diva”, “Una verdad importante” y “Un saludo final”) y un epílogo (“Ascenso”). Un espacio inamovible, el piso parisino, con dos personajes que parecen adheridos al mobiliario, el mayordomo y la doncella Bruna (Alba Rohrwacher); otro espacio querido, el teatro donde Callas, con la ayuda de un viejo amigo, intenta demostrarse a sí misma que no ha perdido la voz, y las fugas reales o no por las calles de la ciudad o los recuerdos de otro tiempo. Esos últimos días, cuatro años y medio después de su última actuación, nos recuerda a los “Last Days” (2005) de Kurt Cobain en el filme de Gus Van Sant: reinventar la historia, cuestionar el mito.
“La felicidad nunca produjo una buena melodía”, asegura la cantante. Esta es una historia sobre el desgarro interior y el peaje que se cobra el arte en quien lo practica, aunque “para una prima donna el placer es inevitable”, lo que la lleva a querer exhibirse en restaurantes donde la conocen y le rinden pleitesía. La obsesión que dinamita la cordura: Callas nunca escucha sus grabaciones discográficas porque son perfectas, y una canción nunca debe serlo. Necesita los escenarios no para que la aplaudan y adulen, sino para seguir sintiéndose viva. Cuando con su amigo pianista intenta averiguar si aún tiene voz, no puede con un aria de Giacomo Puccini. En el plano siguiente, Larraín la filma andando por una avenida cubierta de hojas de otoño: el director elimina el sonido durante unos segundos para que desaparezca también todo resquicio de la doliente voz interior.
La película discurre visualmente en color, blanco y negro, panorámico y textura y formato Super 8 y 16 mm, en portentosa iluminación de Ed Lachman, historia viva de la modernidad de la fotografía cinematográfica con sus trabajos para Todd Haynes, Wim Wenders, Werner Herzog, David Byrne, Paul Schrader, Ulrich Seidl, Todd Solondz y Larry Clark; en su colaboración anterior con Larraín, “El Conde” (2023), en la que el dictador de Chile es un vampiro, Lachman realizó una de las mejores fotografías en blanco y negro que he visto en muchísimo tiempo. Tras encargar las ingrávidas bandas sonoras de “Jackie” y “Spencer” a Mica Levi y Jonny Greenwood, respectivamente, Larraín emplea aquí las grabaciones originales de Callas de piezas de Puccini, Giuseppe Verdi, Luigi Cherubini o Gaetano Donizetti. Con una sola excepción, en el bello final. Podría parecer que Larraín sucumbe a la tradición utilizando imágenes de la Callas real, pero son documentos íntimos y domésticos de celuloide que desfilan ante nuestros ojos con la cadencia de un álbum familiar. Están acompañados por un fragmento de “An Ending (Ascent)”, uno de los más delicados temas ambient de Brian Eno, ya empleado por Olivier Assayas en “Clean” (2004). Dura poco y es muy intenso. Luego, la convención: una de las arias que inmortalizaron a Maria Callas se escucha mientras ruedan los créditos finales. ∎