A mediados y finales de los setenta, en la época en que realizó “Apocalypse Now” (1979), Francis Ford Coppola gobernaba en el caos. Medio siglo después, con “Megalópolis” (2024; se estrena hoy), el caos lo domina a él. Su última película, realizada más de una década después de su anterior largometraje de ficción, “Twixt” (2011), tiene muchas cosas interesantes, conceptual, visual y temáticamente. Pero en su conjunto resulta demasiado dispersa, entre la tesis, el delirio y ese caos que en su película sobre la guerra de Vietnam fusionaba tan bien la realidad de la historia filmada con la compleja gestación del filme, y que en este caso encaja menos entre lo que muestran las imágenes y las dificultades que sabemos tuvo Coppola para poder realizarlas.
Hace más de veinte años empezó a imaginar este relato sobre unos Estados Unidos convertidos en República Romana, con todos los defectos y ninguna de las virtudes que tuvieron los políticos romanos de la era antigua. Entonces contaba con la posible participación de Robert De Niro, Paul Newman, Uma Thurman, Leonardo DiCaprio y James Gandolfini. El reparto final no le ha quedado mal del todo, pero no es lo mismo: Adam Driver, Laurence Fishburne –el marine imberbe de “Apocalypse Now”–, Jon Voight, Dustin Hoffman, Shia LaBeouf, Giancarlo Esposito y James Remar, a los que se han sumado algunos integrantes de la nutrida familia cinematográfica de Coppola: su hermana Talia Shire, su sobrino Jason Schwartzman y su nieta Romy Mars (hija de Sofia Coppola y Thomas Mars), pero en personajes fugaces, sin entidad; con todo, la entrevista que la jovencita reportera encarnada por Mars le hace al protagonista es bastante ingeniosa.
Quien sí tiene entidad, tanta que todo el relato pivota sobre él, es el personaje de Driver, llamado César Catilina, algo así como el diseñador de un mundo futuro que tiene la capacidad para detener el tiempo y quiere construir una ciudad esplendorosa con un nuevo material, el megalón, en sustitución del acero y el hormigón. La metrópolis de la película es Nueva York, y como ya no tiene los edificios que durante tanto tiempo fueron su emblema –y el del capitalismo occidental–, las Torres Gemelas, Coppola filma a César subido en lo alto del edificio Chrysler, que aún sigue conservando su carácter icónico. Una narración en off, profunda, altisonante, nos sitúa en el contexto de esta Nueva Roma del siglo XXI, como si se tratara del relato omnisciente de unos dioses que contemplan las miserias de la especie humana.
Durante dos horas y cuarto de metraje, Coppola acumula personajes e ideas, situaciones y conflictos, recursos visuales –algunos muy sugestivos, otros demodé–, formatos y pantallas partidas. El discurso se le escurre a veces entre los dedos de las manos y el ensamblaje entre bloques, incluso entre secuencias, es por momentos caótico, desaforado o atropellado; instantes, ideas, más que una narrativa homogénea. Driver, marcado por Coppola, se excede –como casi siempre, con la excepción de “Patterson” (Jim Jarmusch, 2016)– mientras su personaje intenta comprender el sentido del tiempo, recita el monólogo de “Hamlet” de Shakespeare, brilla entre las huestes de la denominada Autoridad del Diseño y entiende que las utopías sirven para hacerse preguntas, nunca para encontrar respuestas.