“A mí me interesa mucho pensar en una epistemología de las emociones”, cuenta Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988). “Me interesa pensar no solo en cómo se puede extraer conocimiento de las relaciones que establece el cuerpo con la vida y las cosas vivas, sino también con aquellas que creemos que no están vivas y, sin embargo, forman parte de las escrituras del cuerpo”, afirma.
Guiada por esta curiosidad, la escritora ecuatoriana ha dado forma a “Chamanes eléctricos en la fiesta del sol” (Random House, 2024). En su cuarta novela, que sigue a la aclamada “Mandíbula” (Candaya, 2018), Ojeda presenta una narrativa polifónica, que se sumerge en las montañas andinas con el afán de conducir al lector por un camino en donde lírica y estética se entrelazan. Rodeadas por un contexto sinestésico, las jóvenes amigas Noa y Nicole se descubren protagonistas de una historia en la que volcanes y montañas son telón de fondo para la exploración de lagunas sentimentales. Al bailar o permanecer en silencio, los personajes atraviesan la violencia y pueden despertar a experiencias que les permiten vislumbrar el futuro.
En esta conversación, Ojeda reflexiona sobre temas como la musicalidad que conduce toda su novela, los traumas migratorios y la relación que se puede establecer con la imaginación en el proceso de comenzar de nuevo.
En tu novela los protagonistas recorren la geografía de sus propios caminos y parecen estar siempre buscando algo. ¿Dirías que son migrantes de sí mismos?
Yo creo que emprenden una huida y se dan cuenta de que es imposible desprenderse de todo aquello de lo que huyen. Lo único que les queda es cargar con ello y tratar de hacer otra cosa. Son personajes marcados por la violencia, por daños y experiencias de pérdidas fuertes, que tratan de recordar lo que es ser joven y tener un futuro por delante a través de la música, el baile y la poesía. En esa especie de huida la fiesta es más una especie de posibilidad de reimaginar el cuerpo y la vida política, es un espacio para la imaginación futura. Es revitalizante.
La música tiene ese poder de guiarnos en momentos de duda, miedo y dolor. ¿Qué relación estableciste con ella durante la escritura del libro?
Me ilusionaba descubrir qué hay detrás del pensamiento musical. Es decir, de qué manera determinados autores podían acercarse al pensamiento de la experiencia de un cuerpo atravesado por la música. A través de Ramón Andrés y Pascal Quignard, por ejemplo, acudí con mucha fuerza a este universo y entendí que la música puede, por supuesto, impulsar el cuerpo hacia el goce, el disfrute y el placer, pero también es capaz de catapultarte hacia abismos interiores, a lugares introspectivos, incluso a lugares donde habita el inconsciente. La música establece un contacto directo con la emoción y con la experiencia del cuerpo que todavía no ha sido puesto en palabras. Lo que hace la música es saltarse la lengua. Es la palabra quien se encarga de despertar ese lenguaje del cuerpo.
El libro también aborda el tema de la migración, un proceso en el que tú misma te has visto involucrada. ¿Pueden la imaginación y la fuerza creativa ser origen de nuevos vínculos?
Siento que, en cierta manera, la pertenencia a algún territorio responde mucho más al amor que le tengas a un lugar que a ninguna otra cosa. Pienso la pertenencia a un territorio como algo mucho más amplio que el concepto de identidad nacional, que en cambio no me interesa nada porque se nota prefigurado desde una idea de estado-nación poco creativa y que, además, me parece tender muchas veces al fascismo. Tu cuerpo vivo es proclive a las huellas emocionales que puede dejar, eventualmente, la geografía. Con el tiempo, cambias de país como cambias un dolor por otro, y en ese sentido algo especial ha pasado con mi escritura. Yo reclamo un cuerpo físico en el que ya no estoy. Es una reclamación de los territorios, como si pudieras reformular tu presente y tu futuro mirando hacia el pasado. El lugar de origen te expulsa de cierta manera, pero también puede ser un lugar para la poesía.
La relación de los protagonistas con la naturaleza y la región de los Andes otorga mucha potencia a la novela. ¿Por qué ubicar la trama en dicho contexto?
Desde hace algún tiempo, quizá décadas, tengo una obsesión y una fascinación por los volcanes. No recuerdo la primera vez que vi el mar o un río, porque siempre los he tenido cerca, pero sí recuerdo la primera vez que vi un volcán. Tenía 21 años. Siento que los volcanes son una manifestación de un movimiento subterráneo que te retrotrae a la fascinación por la literatura; hay en un cuerpo tectónico algo que tiene capas y hace movimientos subterráneos, como el propio aparato textual. El hecho más básico y biológico del volcán es que destruye a la vez que fertiliza. Eso nos habla mucho de la vida, que se basa en destrucción y creación constantes. Hay una imagen poética muy fuerte para mí en esa evocación literaria. Es verdad que a veces es difícil poner una sensación en palabras. Me provoqué a mí misma diciendo “¿por qué te fascina lo que te fascina?”. Busqué definiciones para una cosa química, para este cuerpo de maravilla estética, y me fui cosiendo una conexión entre la historia que quería contar en “Chamanes eléctricos en la fiesta del sol” y esa geografía. Me gusta lo simbólico que puede ser.
Es una obra en la que el sonido y el silencio mantienen un diálogo constante, trabajando en la construcción de lo que se siente. El silencio es precisamente el camino elegido por el padre de Noa al no saber cómo manejar su relación. ¿Puede ser la inercia, lo que no se dice o no se hace, tan dañina como un gesto violento?
Uno no puede estar constantemente en ese lugar de la formulación lingüística, tiene que buscar el silencio para saber qué va a decir después. En mi novela, el personaje del padre se ve enamorado del silencio, mientras escribe y relaciona la escritura con el sosiego. En algún momento hasta dice que la escritura protege el silencio, que no lo hace igual el discurso hablado y que el silencio sonoro no es el mismo que el silencio textual. El texto puede estar diciendo mucho y, sin embargo, no estar sonando. Hay algo en la escritura que a mí me fascina; parece que estás extrañando y evocando todo el tiempo el origen de la literatura, que fue oral. Cuando escribes, estás todo el tiempo evocando ritmos, voces y tonos que no suenan porque cuando uno se sienta a leer esto se muestra como un sonido imaginario, así que no se trata de un sonido de verdad, al menos que alguien lo agarre y lo lea. Hay una ambivalencia al hablar del silencio: puede ser tremendamente hiriente al igual que benefactor. Es parte fundamental tanto de la composición musical como de la organización de las ideas… Y nos hace pensar.
La violencia se entrelaza en tu novela con la poesía existente en los protagonistas. ¿Es posible evadir el tema de la violencia siendo una escritora latinoamericana que escribe sobre la contemporaneidad?
No pensé inicialmente en hacer una obra que hablara sobre la violencia, eso se me ocurrió naturalmente. Sin embargo, pienso que los que escribimos lo hacemos sobre aquellas cosas que nos preocupan, obsesionan, duelen y marcan. La escritura es un ejercicio que se te impone por inclinaciones mentales o físicas. Cuando una escritora latinoamericana trabaja el tema de la violencia es más porque se le impone, sobre todo si trabaja desde un lugar honesto, ético. Toda mi familia vive en Guayaquil, que es una de las ciudades más dañadas por el tema de las narcobandas, y aunque yo no viva ahí me siento afectada por el miedo de que les pase algo. Si tienes el cuerpo expuesto a un sinfín de violencias, ¿cómo no escribir sobre ellas? Para mí, lo más importante es pensar de qué manera se ejerce esta escritura. Si se hace por entretenimiento, si se utiliza la violencia como algo atractivo, ni siquiera hablamos de literatura. Muchos la simplifican, tratan de convertir el tema en un show. Sin embargo, hay obras que nos hacen pensar, que nos proponen un ejercicio crítico. Cuando no vives en una situación de violencia tan extrema tienes otros miedos: al abandono, al desamor, a la vergüenza, a lo que sea. Por eso los personajes de la novela, cuando bailan, se despojan de esto. Cuando más puedas disfrutar el baile más te permitirás vivir un solo momento en que no tengas miedo a nada. ∎

No es raro encontrar textos que se refieren a la obra de Mónica Ojeda con un deseo explícito de conectarla a subgéneros literarios. Son comunes las asociaciones con el llamado gótico andino, la literatura de terror o incluso, en casos más recientes, lo que se ha tratado como realismo sinestésico. La aproximación a estas denominaciones, libres de cualquier juicio, es una excelente síntesis de lo que la autora ha adoptado y ahora queda en evidencia en “Chamanes eléctricos en la fiesta del sol”.
Al ignorar las cajas en que intentan encerrarla, Ojeda trata de crear una narrativa rica en detalles, capaz de transitar con fluidez por diferentes deseos y ambientes. El libro se revela como un fuerte candidato a las listas de mejores obras de ficción en español del año, pues, a través del viaje de Noa, una joven alrededor de la cual giran los demás personajes, conocemos realidades marcadas por impulsos de escapismo que despiertan en todo momento la imaginación del lector.
Ubicado en la geografía de la Cordillera, rodeado de montañas y volcanes que se convierten en símbolos metafóricos de la desconstrucción, de la fuerza y la cura, este libro arroja luz sobre el hilo invisible que conecta tradición y modernidad, pero también sobre aquellas personas que se permiten ser vulnerables, especialmente cuando se dejan llevar por la música. Esta decisión estética y, cómo no, filosófica confiere al argumento una belleza singular, capaz de posicionar al propio festival Ruido Solar, donde todo sucede, como un personaje secundario, omnipresente.
Alejándose de los vacíos emocionales, los terremotos y los crímenes, Ojeda triunfa al destacar la complejidad de las relaciones humanas en capas y más capas que abarcan el potencial visual de su literatura. Al explorar el plano de lo sensitivo –que, en manos de la autora, resulta tan tangible como el silencio–, “Chamanes eléctricos en la fiesta del sol” confirma la fuerza lírica de su creadora, dejando claro que nuestros cuerpos, aunque aprisionados, siempre podrán encontrar su sitio en una pista de baile. ∎