La segunda temporada de “Nadie quiere esto” se ha vivido, en el entorno mainstream, con menos turbulencias que cuando se estrenó la serie: debates capciosos como los alimentados en la crítica de este propio medio, en la línea de “¿tienen los judíos derecho a seguir contando historias?” y “¿debería yo sentirme mal por consumirlas?”, han dado paso –y doy gracias– a análisis más arraigados en los temas que el producto nos plantea. En este caso, qué pasa con el amor cuando la llama del primer flechazo deja de tirar del carro, cómo se construye una relación adulta intercultural o si tienen derecho los podcasters a seguir dando la vara sobre cosas.
Bromas aparte, la primera temporada de la serie de Erin Foster (que también es podcaster, se convirtió al judaísmo por amor y en cierto modo está contando, por tanto, su propia historia) también desató debates candentes en el propio seno de la comunidad que retrata. Se criticó que la serie protagonizada por Kristen Bell recrease de forma demasiado conservadora el estereotipo de la “mujer judía”, tradicionalmente mostrada como severa y asfixiante, y sobre el que se reflexiona en la reciente serie de animación “Long Story Short” (Raphael Bob-Waksberg, 2025). También se cuestionó si, en pos de la construcción atractiva del “rabino sexi”, interpretado por Adam Brody, se estaba dejando de lado la autenticidad de las prácticas judías y el retrato fiel de sus figuras de autoridad.
Con ambas cuestiones se pelea la serie en la segunda temporada y de ambas consigue salir, bien airosa o bien fracasando miserablemente sin que nos importe demasiado. Las dos antagonistas judías de la primera temporada, la cuñada Esther (interpretada por Jackie Tohn) y la suegra Bina (la icónica Tovah Feldshuh), ganan en esta segunda vuelta protagonismo y matices, y básicamente cargan con el peso de la serie. No dejan de ser como son, pero sus prejuicios se ablandan o se contextualizan ampliando un poco el espacio para la identificación, que se ha probado muy necesaria para el espectador espeso. De aquí es de donde ha salido con éxito.
Para colmo, entra la cómica revelación de su madre, la suegra del rabino sexi: tiene de repente el flashback más significativo del mundo (ella también estuvo presente en el Sinaí, junto con todas las almas judías pasadas, presentes y futuras, cuando Dios hizo su pacto con el pueblo) y decide convertirse. Joanne se agobia, pero al final llega: se da cuenta de que, concentrada en observar la lentitud de su proceso interno y en buscar certezas, lleva muchos meses practicando el judaísmo. Guarda Shabat, discute sobre Torá, apoya al rabino sexi como su mujer lo haría, disfruta de la actitud, la conversación y la comida. ¿Qué más necesita?
Hay quien respondería “muchas cosas”. Esto también ha traído debate, porque el judaísmo no es una religión proselitista: convertirse no es nada fácil, y entiendo por qué viendo esto pensarías, de nuevo, que están cristianizando la misma diferencia que se proponen representar. A la vez, me atrevo a decir que la serie nos hace el favor de universalizarnos sin faltar del todo a la verdad: la idea de que somos lo que somos y que somos suficiente, de que las certezas no se encuentran buceando en las profundidades sino en lo que hacemos día a día, de que la cultura está en nuestras prácticas y en la gente que queremos. Nada de esto nos es ajeno. Pesará seguramente la experiencia personal de la creadora, que en entrevistas y en su pódcast parece por lo menos tan irritante como su personaje principal. Pesará la frivolidad del género televisivo y las ganas de que el amor conquiste todo. ¿Pero no es justo eso lo que estábamos buscando?
En definitiva: es posible que actúe en mí el efecto Seth Cohen (aceptar lo mínimo en términos de representación si tienes mucha sed y te encuentras a Adam Brody en medio del desierto), pero me gusta que exista “Nadie quiere esto”. Es una comedia romántica judía, aunque a veces no sea ni tan romántica ni tan judía: está llena de fallos, de tonterías, como la vida misma. ∎