Desde las primeras páginas de “El crepúsculo” (“Crépuscule”, 2023; Salamandra, 2025; traducción de Juan Manuel Salmerón), su imponente nueva novela, Philippe Claudel (Dombasle-sur-Meurthe, 1962) logra una extraña alquimia: nos lleva a un lugar que parece conocido y ajeno a la vez, como un sueño que se repite. La geografía que propone recuerda una Europa Central imaginaria, con ecos de los Balcanes y el Imperio Austrohúngaro, donde la nieve, el folclore y el derrumbe imperial configuran un paisaje tan literario como simbólico. Una ciudad gris, T., se convierte en escenario de un hecho sangriento: el asesinato de un cura, hallado con el cráneo destrozado por una piedra, desencadena una espiral de tensiones comunitarias, violencia latente y manipulación institucional.
Los personajes, identificados por su rol, encarnan figuras de una sociedad patriarcal, opaca y moralmente degradada. Nurio, el investigador principal, es un hombre de deseos incontrolables, rozando lo patológico, cuyo impulso lo arrastra cada vez más lejos de la ética. A su lado, Baraj, su subordinado inocente y bonachón, parece salido de una fábula rural: tímido, sensible, casi infantil. El contraste recuerda a los dúos dispares del cine clásico, pero aquí se vuelve inquietante. Como en “Almas grises” (2003; Salamandra, 2017) o “El informe de Brodeck” (2007; Salamandra, 2015), Claudel examina las estructuras del poder, la verdad manipulada y la fragilidad moral de los individuos ante el peso de la Historia.
Situada en una región imprecisa pero sumida en un invierno eterno –que el autor asocia con una Europa occidental dormida y cegada por su pasado glorioso–, “El crepúsculo” funciona como una alegoría sombría del presente. Aunque Claudel difumina los marcadores espacio-temporales, la novela se nutre explícitamente de los temblores de la última década: el auge del populismo y las “verdades alternativas”, la intoxicación de los discursos por redes sociales, el #MeToo, los abusos de poder sexualizados al estilo Weinstein. La historia, escrita intermitentemente durante varios años, deviene así una especie de caldera narrativa donde se funden los signos de nuestro tiempo con un relato atemporal de decadencia y oscurantismo. Claudel tematiza la fabricación de una “verdad eficiente”, aquella que conviene al sistema y es aceptada por la mayoría, incluso si es falsa. Esta verdad disfrazada se impone a través de la exclusión, la persecución y los chivos expiatorios.
Más allá del contenido político, “El crepúsculo” seduce por su textura narrativa. El lenguaje es preciso, casi pictórico; la prosa, densa pero sensual, retrata con morosidad un mundo grotesco y sórdido, habitado por hombres guiados más por el instinto que por la razón. El crimen inicial, lejos de resolverse, se vuelve un catalizador de una descomposición más profunda, en la que todos los personajes –y por extensión toda una civilización– revelan su grado de corrupción.
“El crepúsculo” es una novela de contrastes y advertencias. En la quietud gélida de la ciudad imperial se cuela el eco de conflictos muy reales: el declive de los imperios, la fragilidad del pacto social, el retorno del fanatismo. Claudel, como un cartógrafo del alma humana en tiempos inciertos, traza aquí uno de sus retratos más sombríos y perturbadores. ∎