Si uno lanza una pequeña piedra a un lago, verá cómo choca con la superficie del agua y se crean pequeñas ondas mientras desaparece en el fondo. Esta es la realidad observable. Es lógico adjudicar causas y efectos. La piedra, que ha causado el estremecimiento del agua, se hundirá, y nosotros ya no podremos ver su recorrido, ni anticipar sus efectos finales. Su destino parece obvio, el fondo del lago, pero su viaje permanecerá invisible y sus posibles repercusiones, secretas. En esta parte escondida de la vida es donde Richard Flanagan (Longford, Tasmania, 1961) deslumbra. Porque en “La pregunta 7” (“Question 7”, 2023; Libros del Asteroide, 2025; traducción de Catalina Martínez Muñoz ), su última obra, ha tirado una gigantesca roca a la realidad afectiva del ser humano contemporáneo y sus efectos tardarán en marcharse de la imaginación del lector.
Novela híbrida, entre el relato memorialístico, la historia, el ensayo filosófico, la autoficción y la narrativa de aliento poético, esta pregunta número siete de Flanagan nos presenta dos hechos incuestionables y persigue explicar cómo podrían estar unidos entre sí. Por un lado, tenemos la difícil vida del padre del autor, que durante la II Guerra Mundial estuvo en un campo de prisioneros japonés coincidiendo con el lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Por otro, la compleja relación extramatrimonial entre H. G. Wells y la escritora Rebecca West, que derivó en la novela anticipatoria de Wells “El mundo liberado” (1914), donde describía por primera vez una bomba atómica, y que acabaría por servir de inspiración al físico húngaro Leo Szilard, uno de los padres teóricos de la destructiva arma.
Flanagan juega constantemente con estos dos planos de la realidad. Por un lado, la evidente, la visible, la que establece a las claras las causas y los efectos de las acciones. Por otro, la especulativa, la posible, la teórica, que puede no tener una correlación directa con los hechos, pero sí una tangencial o derivada. Y descubrimos con él que ambas son igual de potentes y reales a la hora de intentar comprender mejor la realidad moral y afectiva de los seres humanos respecto a los hechos que marcan nuestras vidas.
El autor australiano es íntimo, poético, realmente emotivo cuando habla de la figura de su padre y su relación con él. Al leerlo, lo acompañas en los silencios, las incomprensiones, la vergüenza y el amor puro dentro de una familia tasmana marcada desde el principio por las devastadoras pruebas de la Historia. Cuesta leer cómo, al desembarcar por primera vez en la isla desde Irlanda, mientras los viejos Flanagan iban en carreta hacia su nueva casa, les gritaban “¡gusanos, gusanos!” al ser presuntos descendientes de ladrones.
Al mismo tiempo, se vuelve frío y analítico cuando habla de la historia ajena, la de Wells, la de la ciencia, la del mismo arte de escribir. El contraste solo enriquece el relato y le da profundidad y alcance. Lloras con la parte familiar y te estremeces con la idea de la bomba atómica, y que todo puede haber sido creado gracias a un beso. Así la microhistoria y la macrohistoria se unen y crean una cacofonía espectral que hiela la sangre. No solo vemos la piedra cuando cae al lago, sino que seguimos viéndola mientras se hunde y parece hundir al mundo con ella.
En realidad, el libro parece dejar implícito que no importan las causas de los hechos, ni los por qué, dónde, cuándo o cómo. Que tanto las causas como los efectos existen, por supuesto, pero al ser ineludibles son irrelevantes en la historia moral del ser humano. En realidad, no merece la pena darles valor alguno. La bomba atómica podría haber venido de un beso, o de un empujón o de una fatídica piedra lanzada a un lago. ¿Y qué? Porque lo único que importa es el quién, el ser humano, el protagonista, el padre, el hijo, las personas, las familias, el amor, su reacción a los hechos, que siempre son mudos e inquebrantables. Flanagan nos dice que basemos nuestras vidas en el quién, nunca en lo demás, y a partir de este hecho seremos supervivientes y venceremos a la irremediable crueldad de las causas y efectos del mundo natural. Porque la gran literatura nunca habla de efectos, ni hablar; habla de afectos, y Flanagan es hoy uno de los más grandes. ∎