Barcelona. En noviembre de 1982, abre en el ala izquierda del Raval barcelonés, según se baja por la Rambla hacia el puerto, un local para jóvenes en un sótano húmedo que había ocupado una barra americana –así se llamaba entonces a los bares de alterne– en que, valga la redundancia, alternaban los marines de la Sexta Flota y algunos estudiantes. Unos iban al lío y otros, a la jukebox. Aquellos infantes de marina cargaban discos de rock’n’roll, de bugalú, latin soul y otras hierbas bailables que abandonaban cada vez que su policía militar peinaba el entonces llamado Barrio Chino, o Distrito V, repartiendo estopa y mal rollo. ¡Bendita música olvidada! Ese lugar, en sesión de tarde, era una escuela musical llamada Texas, situada en la calle Euras haciendo esquina con la Plaça Reial. Ese punto se reconvirtió en un microcosmos subterráneo, mal ventilado, donde sudar no era un deporte, era una condena. Sonaba una banda sonora genuina. Rock’n’roll. Cuanto más anglosajón, mejor. Riffs de guitarra hasta el amanecer.
El autor de “Este no es el libro del Sidecar”, un veinteañero que deseaba divertirse junto con tres amigos más, largó una pasta a la dueña de la finca y así oficializó su sueño: un lugar donde tomar unas cervezas y bailar a ritmo de rocanrol, que derivó en pop y rock, luego en indie. La bandera del Sidecar ondea desde hace cuatro décadas. Y hasta nueva orden. La filosofía era la falta de definición, que permitía la diversidad estilística. En lo financiero, casi siempre cerca de un ataque de nervios pero con la firmeza de crear una marca. Sidecar sigue siendo la casa para el público autóctono y sus invitados. Un islote en medio del océano de capitalismo salvaje que devino pesadilla guiri desde que, en octubre de 1986, se anunció que Barcelona sería la sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Sin embargo, las parroquias rockera y punk tenían –tienen– en Sidecar uno de sus centros neurálgicos de ocio y expresión musical. Como explica Roberto Tierz (Córdoba, Argentina, 1958), su negocio viró a “Factory bar”: “Mantener en una empresa profesional un espíritu amateur es una fórmula que trabajamos a diario”, asegura el dueño.
La ciudad acabó premiando la labor lúdica y cultural de Tierz, que ya peina canas. Ha devenido un sénior y tiene el aspecto de “ser un señor de Barcelona”. Aunque en su día tuvo que cerrar siete meses por un expediente administrativo. Fue años después, con motivo de la ampliación del espacio, ya que compró el local de al lado, lo que proporcionaba al sitio una entrada directa desde la misma plaza. Según cuenta en el libro, tardó ¡siete años! en formalizar las obras y superar las sempiternas trabas administrativas. Las desventuras explicadas no han destruido al Sidecar ni han hundido al equipo que lo gestiona. Todo lo contrario. Es un referente. El underground también tiene su nobleza.
Con treinta y cinco años de vida, la sala ya había oficiado cinco mil conciertos. Aquel 2017, el ayuntamiento le concedió al autor la Medalla d’Honor de Barcelona, que el galardonado decidió aceptar. El resumen de la relación de Sidecar con el establishment Tierz lo focaliza así: “Sin ánimo de ser ingrato, creo que nuestra obligación es alejarnos de los círculos de poder, mantenernos independientes y estar siempre al lado de las opiniones que cuestionan el sistema. Esa fue nuestra meta inicial. Y aunque lo tiempos estén cambiando, nosotros no”.
En estos deliberadamente deslavazados recuerdos, en los que Tierz dispara en distintas direcciones sin alzar en demasía la voz, pasa revista a lo bueno, lo malo, lo mejor y lo excelso. Incluso a lo imposible. Sidecar ha hecho cima en diversas ocasiones. Un ejemplo es la gira que montaron para los New York Dolls.
Asimismo, el cronista muestra su agradecimiento a diversos compañeros de viaje. El fundador de Sidecar tiene un recuerdo sobrio y delicado para Fito Lapuente, un admirador impenitente de The Who. Una de las ilusiones locas del Sidecar se hizo verbo. El autor era fan de Los Bravos, en particular de Mike Kennedy, y deseaba que hiciera un concierto de rock and roll. Dicho y hecho. Quien conozca la sala sabe que el camerino está detrás del escenario. El club a reventar y alguien explica las andanzas y virtudes del cantante. Hasta el mismo Kennedy se emocionó por los elogios que se vertían a pocos metros de él. El maestro de ceremonias de aquella noche fue Fito. Como reconoce Roberto Tierz, el personaje es “un hombre prolífico y merecedor de mayor fortuna, igual servía para un roto que para un descosido. ‘Showman’, compositor, creador de desternillantes espectáculos, DJ y cantante entre otras virtudes”. En su condición de factótum, Fito representa una suerte de cruce entre Lenny Bruce y un cantante mod, con una cultura rock y aledaños mayúscula. Un talento poliédrico degustado en petit comité, pendiente de ser descubierto.
Otra alegría del libro reside en las fotos de Xavier Mercadé (1967-2021), el preciso y singular fotoperiodista, un imponente pedazo de vida del Sidecar a quien la ciudad todavía no ha reconocido como se debe. Rocanrol y poder. Poder y rocanrol. Sin duda, una extraña pareja. ∎