Cada cierto tiempo surge la necesidad de buscar la voz de una generación, de dar con esa persona que parece tener las claves para entender a los jóvenes y sus preocupaciones, casi como si la experiencia de un solo individuo pudiera ser extrapolable a millones de personas solo porque comparten la fecha de nacimiento. Esa voz, dicho sea de paso, suele ser siempre primermundista, anglosajona, blanca y heteronormativa; basta con pensar en los escritores a los que colgaron el sambenito de “voz de la generación X” (Douglas Coupland, Elizabeth Wurtzel) para darse cuenta de que el mundo ha cambiado, pero las señas de identidad de sus “portavoces” no. Ahora le toca el turno a la irlandesa Sally Rooney (Castlebar, 1991), que, por supuesto, cumple todas las condiciones anteriores y cuyo último libro, “Donde estás, mundo bello” (Literatura Random House, 2021), está superando en ventas a sus trabajos anteriores –la librería británica Waterstones, la más grande de Europa, vendió un 1200% más en la primera semana de su última novela que de “Gente normal” (2018; Literatura Random House, 2019)–. Es un fenómeno que se está repitiendo en muchas librerías europeas, y algunas hasta acuden a Instagram para anunciar la inminente reposición de ejemplares. “Dónde estás, mundo bello” está despertando emociones tan encontradas como sus trabajos anteriores, pero entre el fandom parece haber unanimidad en declararlo la mejor obra de la escritora.
El argumento del libro de Rooney es tan reconocible que casi podría aplicarse a cualquiera de sus trabajos previos: relaciones erráticas, en las que hay serios problemas de comunicación, expectativas mal gestionadas y conversaciones un poco pedantes sobre la vida, la literatura o la religión (algo que no debería sorprendernos viniendo de alguien que recibió una estricta educación católica). Las protagonistas, Eileen y Alice (la segunda, un trasunto de la propia Rooney), son dos amigas que comparten confidencias a través del correo electrónico; ahí radica, en mi opinión, el principal error de la novela: ¿quién se comunica a través de largos e-mails en 2021? ¿Quién tiene tiempo para disquisiciones sobre el colapso de la comunicación en Gmail? ¿Quién lee semejante alarde de conocimiento de una amiga en vez de ir al grano y contarse lo importante? ¿Y por qué si dan la espalda a WhatsApp, el teléfono, las notas de voz y optan por el anacronismo, sí usan Tinder o audios con el resto de los personajes que se pasean por la novela? Parece baladí, pero cuesta un poco meterse en una obra cuando buena parte de la misma resulta impostada. La respuesta puede que esté en la propia relación de las amigas (alerta, spoiler), que más que tales son “frenemies” que en cuanto se ven en persona discuten, se reprochan todo y demuestran una nula empatía la una con la otra, como si lo único que de verdad les hubiera interesado de ese intercambio de misivas es alardear de ingenio y sapiencia, mirarse en un espejo que les devuelve una imagen autocomplaciente de sí mismas. Cada vez que asistía a uno de esos forzados intercambios telemáticos no podía evitar acordarme del proyecto de “We Think Alone” de Miranda July, que en 2013 pidió a varias amigas que le reenviaran mails –sin editar– en que hablaran de temas específicos elegidos por la artista y que luego ella enviaba a quienes estábamos suscritos a su lista: hace casi una década de aquello, y dichos correos eran escuetos, directos y al grano. Entiendo que Rooney necesita un recurso para mostrar la relación entre las amigas, y que si usase mensajería instantánea el libro tendría menos páginas, pero cuesta meterse en la historia cuando no dejas de pensar que aquí tienes a la escritora a la que han bautizado como la voz de los millennials creando protagonistas que parecen boomers.
Como en “Gente normal” o “Conversaciones entre amigos” (2017; Literatura Random House, 2018), en la última novela también sobrevuela la sensación de que sus protagonistas realmente tienen muy pocas conexiones profundas, pese a estar hiperconectados y llevar siempre el móvil encima (incluso cuando no se tiene en pie, uno de los personajes no puede resistirse a abrir Tinder a ver qué hay alrededor). Según un estudio de YouGov, 3 de cada 10 millennials han reconocido sentirse solos, y hasta un 30% reporta no tener amigos íntimos, y quienes los tienen los pueden contar con los dedos de una mano. En ese sentido, Rooney encapsula el zeitgeist de su generación, mostrando a unos antihéroes que reconocen a menudo sentirse solos y que no son ajenos a la depresión o la ansiedad. La precariedad laboral, el sentido de lo que uno hace y su compromiso (o falta de él) con el mundo también son temas de conversación entre Eileen y Alice. La primera tiene un curro precario, mal pagado, que solo le da para compartir piso y contar el céntimo mientras se pregunta si no sería más sensato renunciar a una carrera laboral, casarse, tener hijos, irse a vivir al campo y dejar de consumir y coger vuelos. Ser feliz, en definitiva, o lo que ella cree que le haría feliz. Alice, como Rooney, es una joven escritora que decide aislarse del mundanal ruido en una casa en mitad de la nada, evitando enfrentarse al rodillo de la promoción literaria mientras se pregunta qué sentido tiene la literatura y qué se le puede y debe exigir. Entre misiva y misiva, asistimos a sus escarceos con hombres profundamente problemáticos y, aunque se ve el intento de Rooney de hacerse eco del consenso en las relaciones, parece que de la cama no pasa. Ambas tienen también una obsesión con la búsqueda de la belleza que las lleva a expresar ideas tan cuestionables como que la humanidad dejó de buscarla con la caída del Muro de Berlín o que todo lo posterior a los 70 y la popularización del plástico es antiestético, en lo que huele a reivindicación más o menos velada de la estética cottagecore.
El problema de las novelas de Rooney, y la que nos ocupa no es una excepción, es que hay una obsesión por reflejar el tiempo que vivimos (Tinder, Angel Olsen en el estéreo, Brexit), pero a la vez pasa de puntillas por todo y lo que queda son historias de (des)amor con fecha de caducidad, precisamente por esa obsesión por generalizar y por la construcción de unos personajes deprimidos pero tan privilegiados que es difícil empatizar con ellos. Incluso cuando decide introducir a Felix, de clase obrera, todo es tan arquetípico que no resulta creíble (el chico problemático que pierde a la madre y trabaja en un almacén, se mete en problemas y no muestra sus sentimientos, pero que tiene buen fondo: no le falta ni hacerse cargo de un perro maltratado). Al final, logra que se eche de menos a Marianne y Connell de “Gente normal”, que decidían enfrentarse a esa angustia existencial con el nihilismo propio de la juventud y con los que sin duda tantos llegaron a empatizar. ∎