En una de las historias que se despliegan en “Tres mil años esperándote” (2022) aparece un músico que llega al palacio del rey Murad IV. Su misión es la de entretener al monarca y, para ello, lleva consigo una suerte de laúd mutante, compuesto de otros artilugios musicales como un arco de arpa e incluso unas aplicaciones tubulares que trabajan a modo de percusión. Una compleja maquinaria que, sin duda, recuerda a aquellos automóviles imposibles de “Mad Max. Furia en la carretera” (2015) transformados en instrumentos de batalla. Muy pronto, este hombre-orquesta es despachado por el soberano déspota, cansado de haberlo visto todo, como si se tratase del jurado de uno de esos talent shows televisivos. No será hasta la llegada de un anciano cuentacuentos cuando el rey encuentre por fin su ansiado divertimento.
En la antología de cuentos del australiano George Miller reluce la saga “Mad Max” –todavía en construcción, a la espera de una nueva entrega focalizada en el personaje de Furiosa, a quien dará vida Anya Taylor-Joy–, pero su carisma de storyteller no se ha visto limitada a la acción posapocalíptica, sino que también ha empleado otros géneros como el drama, la comedia y la animación. Todoterreno de su tiempo, ha vivido el paso del analógico al digital con el entusiasmo del niño que prueba un juguete nuevo. En su nueva película, adaptación del libro de relatos “The Djinn In The Nightingale’s Eye” (A. S. Byatt, 1994), pone a prueba de nuevo las capacidades de la tecnología para crear un relato múltiple (varias historias dentro de la misma historia) y relatar así las épicas desventuras de un genio destinado a tropezar siempre con la misma piedra. En la modernidad, Aletheia –una entregada Tilda Swinton, dotada de una sabiduría universal por su condición de estudiosa de la literatura– vive su propio cuento de “Las mil y una noches” cuando limpia con un cepillo de dientes eléctrico el frasco mágico de los deseos que encuentra en un bazar de antigüedades.
Desde este momento, la tecnología, la CGI y la vida cosmopolita se enfrentan al exotismo de contar, escuchar historias y degustar dulces. El constructo y lo natural se intercambian paradójicamente entre un pasado llamado a ser pasional y directo –habitado por un djinn (“genio” en nuestra cultura occidental, interpretado por Idris Elba) que construye complicadas estructuras narrativas– y un presente dominado por el caos urbano y las ondas electromagnéticas del aire, pero ocupado por un alma altruista como el personaje de Swinton. Dos cuerpos solitarios que Miller reúne dando rienda suelta a la imaginación. El director de “Las brujas de Eastwick” (1987) comparte una serie de historias sobre el romance, el orgullo y la ambición cargadas de efectos especiales y polvo de estrellas. Pero también reta al público a asimilar toda una ristra de diálogos trascendentales sin moverse de la cotidianidad de una habitación de hotel, conceptualizada como un teatralizado espacio único.
“Tres mil años esperándote” surge muy oportuna en tiempos de películas de multiversos y sobrecarga de estímulos visuales. En ella, el artífice Miller pide un deseo: el de no olvidar el verdadero sentido del relato como necesidad antropológica. Conceptos como ruina y olvido sobrevuelan constantemente el núcleo de la película, como si mencionarlos acabase con la maldición que hace desaparecer personajes y moralejas, experiencia y memoria. El director recurre al exceso –esos cachivaches articulados que son muchas de sus películas– para después desactivarlo y recordarnos que, en realidad, en el gesto narrativo más sencillo hallaremos el verdadero bálsamo que nos cure de la soledad. ∎