Libro

Walter Tevis

El hombre que cayó a la TierraAlfaguara, 2023

“Podría ser un conde vagamente extranjero en una comedia inglesa, o un Hamlet envejeciendo; o el científico loco, planeando discretamente la destrucción del mundo; o un Cortés sin ostentación, construyendo calladamente su ciudadela con mano de obra local. La idea de Cortés le recordó su antigua idea, nunca completamente olvidada, de que Newton podría ser un extraterrestre”. Así describía Walter Tevis (1928-1984) al protagonista de su novela “El hombre que cayó a la Tierra” (“The Man Who Fell To Earth”, 1963; Alfaguara, 2023) pasado el ecuador del relato. Thomas Newton es el nombre humano que adopta uno de los supervivientes de Anthea, un planeta devastado por las guerras nucleares internas, un mundo cubierto de escombros atómicos. Tevis escribió su novela en plena Guerra Fría y como metáfora plausible de un cataclismo nuclear en la Tierra. No andaba desencaminado. Apenas unos meses antes, en octubre de 1962, se había desatado la denominada crisis de los misiles entre Estados Unidos y Cuba, y hoy, seis décadas después, varios son los países que poseen arsenales nucleares. La novela refuerza el carácter político que casi siempre ha tenido el género de la ciencia ficción, pero Tevis llegó aún más lejos en su formidable descripción de una sociedad de consumo capitalista que devora todo lo que encuentra a su paso, incluso un extraterrestre provisto de una inteligencia y medios muy superiores a los de los humanos, realizando pertinentes valoraciones sobre la clase media y la clase pobre de los Estados Unidos post Segunda Guerra Mundial.

Pasemos a algunas descripciones más de este peculiar personaje cuya misión en la Tierra es construir un transbordador –una esbelta nave en forma de misil– con el que salvar a los apenas trescientos habitantes de Anthea que quedan con vida, entre ellos su esposa, y que se aficiona demasiado a la ginebra seca: un marciano borrachín, según dice Nathan Bryce, el profesor de química que cita a Thoreau, está fascinado por el mito de Ícaro, acabará trabajando en el proyecto de Newton y sospecha de sus orígenes. Tiene el pelo blanco como el de un albino, rostro aniñado ligeramente bronceado, ojos azul pálido –aunque en realidad son ojos con el iris que se abre verticalmente como el de los gatos–, dedos largos y delgados, la piel casi transparente, sin vello, uñas artificiales, cuatro dedos en cada pie y sin muela del juicio, no suda pero el calor le pone enfermo. Posee rasgos comunes con el ser humano: es susceptible al amor, el miedo, el intenso dolor físico y la compasión de sí mismo. Leyendo como le describe Tevis, ¿alguien tiene dudas de por qué un personaje tan camaleónico y asexual atrajo sobremanera a David Bowie en 1976, año en el que el músico y actor protagonizó una excelente versión cinematográfica del libro realizada por Nicolas Roeg, y sobre el que volvería en su musical “Lazarus” (2015) protagonizado por Michael C. Hall?

Newton llega a Kentucky, vende unos anillos de oro e inventa la película Wordlcolor, de gran sensibilidad y que se revela sola sin sales de plata ni ningún líquido. Es de alguien que ha descubierto una ciencia de algún otro planeta, sospecha Bryce cuando aún no imagina que terminará trabajando con ese alguien tan misterioso. A partir de multimillonarias patentes como la de Wordlcolor, Newton crea un imperio de la nada para sufragar su transbordador espacial. Una de las líneas narrativas del libro es la de cuándo y cómo Bryce descubrirá la verdad sobre Newton o cómo y cuándo este se la revelará. Tevis no olvida el imaginario sobre los extraterrestres surtido por la cultura popular: “Si Newton fuera un marciano o un venusiano, debería, por lógica, estar importando rayos caloríferos para carbonizar Nueva York, o planeando desintegrar Chicago, o transportando a jovencitas a cuevas subterráneas para sacrificios de otros mundos”.

La prosa de Tevis es bella, como cuando define el brillo opaco que serpentea hacia las colinas a un lado del valle, una delgada línea trazada con un lápiz de plata, y muy detallista desde la perspectiva de un alienígena que intenta ver y aprehender el mundo de los humanos (butacas de plástico color lavanda; alfombras azul huevo de pichón; sonrisas de veinte dólares; los tonos rojizos, amarillentos, anaranjados y pardos de las montañas en otoño; un día que amanece con tiempo color ostra; la textura pegajosa de la emulsión gelatinosa; gas azulado de olor acre). Hay ideas en su libro que serían retomadas por narradores bien distintas: Newton, que nunca se adapta a la gravedad de la Tierra, cae dentro del ascensor de un rascacielos y sus piernas se doblan en dos, como le ocurre a Samuel L. Jackson en “El protegido” (2000) de M. Night Shyamalan. Los entresijos de la política estadounidense quedan al descubierto a través de su lectura crítica del capitalismo y el odio/rivalidad entre la CIA y el FBI, aspecto esencial en el trazado final de la novela. En este sentido hay un pasaje extraño, una referencia explícita al caso Watergate, cuando el director de la CIA le dice a Newton que el Watergate no cambió nada y que el presidente utiliza a la CIA para espiar al otro partido. El escándalo Watergate, que acabó con el mandato presidencial de Richard Nixon, no estalló hasta 1972. ¿Fue Tevis un visionario o introdujo esta frase pensando en la reedición de su novela, que no llegó hasta 1991, siete años después de su muerte?

“El hombre que cayó a la Tierra” se publicó por última vez en castellano en 2016 (edición de Contra con el título de “El hombre que cayó en la Tierra”). El filme de Roeg y Bowie no resultó un buen reclamo en su momento, ya que fue un fracaso comercial y no alcanzó hasta tiempo después la habitual condición de película de culto. Quizá sea ahora el relativo éxito de la versión racializada y feminizada para la televisión, creada por Alex Kurtzman y distribuida por Showtime el pasado año, la que haya provocado esta nueva edición española. En todo caso, conviene no olvidar que Tevis proporcionó con su prosa otros tres hitos audiovisuales de muy distinto signo, las películas “El buscavidas” (Robert Rossen, 1961) y “El color del dinero” (Martin Scorsese, 1986), adaptaciones de sus novelas de billar de 1959 y 1984, y la serie “Gambito de dama” (Scott Frank y Allan Scott, 2020), según su libro con fondo ajedrecístico publicado en 1983. Un excelente fabulador. ∎

Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados